Al otro lado del yala-yala
Crónicas
© Sergio Plou
miércoles 12 de diciembre de 2007

    Estábamos con Pepe dándole a las puntillitas en don Gruñón, un restaurán de las Delicias que sirve comida del mar. Apiñados en una mesa ínfima y sentando el culo sobre taburetes minúsculos, le dábamos al diente. Había sido completamente inútil encontrar una percha libre, apenas una escarpia donde colgar el abrigo, así que acabaron apelotonados por el suelo. De esta guisa demostrábamos que para disfrutar del paladar no hay nada como un sitio coqueto y entrañable, un lugar donde lo importante es la zampada. En ésas estábamos, y parecía que nadie se lanzaba a sacar la conversación, cuando le entré a Pepe a bocajarro —como quien no quiere la cosa— después del tercer vinito blanco, justo cuando la lengua comienza a complicar la conversación. Resultó ser un Coto de Hayas muy apañado al que invitaba el pródigo recién llegado con pasmosa generosidad. Diría más bien que rayando lo febril, pues las viandas que solicitaba en la barra con desparpajo desaparecían por nuestros gaznates con igual presteza y he de decir también que repercutieron después con la misma gracia en su billetera. Ni siquiera se inmutó al ver la cuenta. Se siente bien pagado y sencillamente lo celebra. De modo que al cuarto o quinto plato se le veía feliz, aunque llevase un rato largando sobre la extraña sensación que le bullía por dentro, la que le mantenía ligeramente descentrado desde su vuelta de Herat, allá en Afganistán. Por lo que contaba, tenía la rara impresión de haber estado en aquel remoto lugar de Asia varios años y no los cuatro meses de rigurosa estancia que pasó entre los cuatro muros de la base militar. Se sentía ajeno y lo notaba en pequeñas cosas. Por ejemplo, los asuntos mecánicos le provocaban cierta perplejidad. Y siempre a destiempo. Tras llevar un rato dentro de un medio de transporte caía en la cuenta de que existían los bonos de metro o las tarjetas del autobús y que él debía de guardarlas en algún sitio.
    —Pero, ¿de dónde vienes chiquillo? - le solté copiando su acento sevillano.
    —Del Gran Hermano, mi niño - contestó de cachondeo mientras apuraba las puntillas.
    —Qué pasa, ¿es que no te dejaban salir a tomar el fresco?
    —Ni repajolera idea tenéis aquí de lo que ocurre tan lejos —soltó, y se quedó congelado un instante. Me miró después con ojos risueños y continuó: —Allí están todos en guerra, ¿sabes? No es que haya ido la NATO a poner orden.
     Supuse que se trataba de una ironía, pero tenía dudas al respecto. ¿Tal vez lo creyera realmente?
    —¿Alguna anécdota para la afición?— le indiqué con toda sutileza.
    —¿Has oído hablar de Manolo el Cohetero? - Negué con la boca llena. — ¿Y de las arañas rubias?
    Debieron delatarme las cejas. Entonces Pepe se puso espléndido y pidió unos percebitos para amenizar la velada. Mientras dábamos cuenta de ellos nos habló de los extraños personajes que pueblan la lejana base militar. De las ganas que tienen todos de marcharse. De la ropa interior de los soldados italianos y de las trapalas que montaban los albanokosovares en aquella finca. También habló del famoso yala-yala, que provoca unas diarreas de espanto. Pero durante toda la noche no le vi más raro de lo normal, sólo lo justo. Tal vez sus olvidos fueran producto del jet-lag, porque su hambre y su curiosidad estaban intactas. Y si no, que le pregunten a mi compañera sentimental por la pata de jamón que guarda en casa.
    —Como si estuvieras en tu casa, Pepe— recuerdo que le dijo ella dejándole las llaves.
    —Gracias reina, Por cierto - comentó al devolvérselas—, es que he visto el jamón y no lo he podido evitar.

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