Tornasol
Crónicas
© Sergio Plou
miércoles 6 de agosto de 2008

     Nunca he comprendido a los escritores y periodistas que son aficionados al deporte y mucho menos a los que juega todo el mundo. Tampoco me siento un esnob de los años setenta, esos dandys que creían que la sola presencia de un pelotón bastaba para distraer a los muchachos de asuntos políticos más importantes. A la peña le importa una higa lo que ocurra en el mundo, a no ser que le afecte de lleno en el plato, la cama o su libreta de ahorros. Si viven como reyes podrán permitirse el lujo de soltar una perritas para paliar el hambre en el planeta o comprarse un coche parlante que funcione con hidrógeno, incluso manifestarán cierta sensiblería con los tibetanos, pueblo paciente como ninguno, no en vano sus fans dicen practicar el yoga y el feng-shui en la intimidad. Los demás bastante tienen con preocuparse de romances y cotilleos, echar un vistazo a las revistas memas en la peluquería o en el retrete, si no es en la consulta del psicólogo o en la del dentista, y seguir a su equipo de fútbol preferido. La vida es tan simple como una mata de habas. Como todos estos asuntos sólo me han interesado para hacer una risas, o cuando era un absoluto imberbe y estaba predispuesto a socializarme, he perdido por el camino la oportunidad de gozar con los triunfos ajenos, ya fuese el gol de Juanete, el arbitraje de Pulgarcito o el paradón fabuloso del Callo Malayo. Nunca entendí el plural mayestático de ganar o perder cuando los que jugaban realmente eran otros. Me ha sido imposible sentir los colores, salvo los que repercuten en la vergüenza propia o ajena, y aunque me cuenten biblias sobre el placer que se siente dejándose llevar por la emoción del hincha, lo cierto es que me resbala hasta provocarme una grima horrorosa. Aun así soy capaz de comprender el esfuerzo físico que representa la práctica de un deporte, puedo sentir un cansancio desolador viendo a un ciclista cualquiera pedaleando por una rampa empinada y asumo además que pueda chutarse cualquier cosa para llegar a la cima. No me cuesta nada entender que en un atleta se meta al cuerpo lo primero que pille con tal de saltar un par de centímetros más o de llegar unas décimas de segundo antes. Los seres humanos tenemos estas ternezas y siempre buscamos el camino más corto, lo absurdo es tener que dar una vuelta completa al estadio para llegar al punto de partida.
     Competir es un rollo patatero. En el raro supuesto de que seas un campeón llegará un día aciago donde alguien más joven te dará mil vueltas y resultará chungo agachar las orejas, dedicarse a entrenar al corcel o criticar desde un taburete a los que se descuernan. A nadie que preparan para el triunfo le enseñan lo que es la derrota. Tengo que agradecer al director del colegio, donde tuve la dicha de perder el tiempo y la inocencia, que nos diera unos cursillos acelerados de humillación colectiva, así que pronto aprendí que en la vida hay que dejarse ganar si no quieres recibir una jartada de hostias. Viendo ayer a un puñado de niños chinos en un documental, explotados a manos de sus padres y entrenadores para que fueran unos auténticos robots, futuros medallistas, esperanza familiar y promesa patriótica, me alegré de haber sentido el fenómeno inverso y la correspondiente nube de escepticismo que me envuelve ante la mera contemplación de una copa, un diploma o tan siquiera una insignia. Tendría que hacérmelo mirar, desde luego, porque algo inmenso me habré perdido cuando tantas pasiones levanta. Sin embargo, merced a estas experiencias infantiles, tuve la fortuna de observar los deportes desde otros ángulos, seguramente obtusos todos ellos, aunque más divertidos para mi nulo juicio y menos expuestos a la presión. Desconozco de dónde me vino el gusto por el tenis de mesa —vulgo, ping pong— , la extraña fascinación que me producen los tiradores con arco, el fantasmagórico y veloz mundo del bosleigh o el poético revoloteo de las plumas en un encuentro de badminton. Imaginé que los músicos, durante las Olimpiadas, se convertían en lanzadores de vinilos y que los peones arrojaban sus martillos neumáticos lo más lejos que podían. Cuando descubrí que no era así me llevé una gran decepción y opté por buscar refugio en los deportes raros, como la esgrima. Durante mi adolescencia seguir la pista a floretes y sables era más complejo que mantener relaciones sexuales, ni siquiera con uno mismo, así que hubo una época larga donde dediqué mi tiempo libre a los juegos populares, desde la taba y las chapas pasando por el yoyó, el churro va y terminando en el guiñote, es obvio que ninguno alcanzó el rango de deporte. Tampoco el parchís. El ajedrez en cambio, que siempre me gustó, hay quien lo considera como tal y aunque agite las neuronas me resisto a compararlo con el waterpolo. Cada cual tiene derecho a caer en arrobo con lo que le venga en gana, lo sospechoso es que habiendo tantos paños la mayoría se encapriche del mismo percal. Regostarse con la inauguración, engolosinarse con los fastos y los fuegos, las antorchas o el sufrimiento de los atletas, tendría que permitirnos a todos borrar las huellas de las fronteras, las razas y los credos. Las banderas, los himnos y las medallas, en todo este caldo, son lo de menos. Igual que el fútbol o el béisbol. No son otra cosa que pasatiempos.

Crónicas
2007 y 2008 2009 a 2011
Artículos Críticas Literarias Relatos Las Malas Influencias Sobre la Marcha La Bohemia La Flecha del Tiempo