El Cuaderno de Sergio Plou

     

miércoles 25 de noviembre de 2009

Siesta bajo las secuoyas

En el Jardín Botánico y curioseando la antigua Universidad de Christchurch


















    No sabes cuánto extrañas las comodidades hasta que vuelves a recuperarlas, al menos de una forma transitoria. No alcanzas a comprender el tamaño del disparate hasta que las has perdido del todo, o en parte, siempre que la cantidad del confort desaparecido sea apreciable. Si en tu vida te has sentado en una sofá, al probarlo es lógico que ya no quieras despegar el culo del asiento. Los humanos somos animales de costumbres.

    Toda la parrafada viene a cuento de que esta noche, por primera vez desde hace un mes, tengo bajo mis manos una mesa fija (de las que no se menean constantemente), una silla ligeramente mullida y -lo fundamental- un clima propicio. Cuando hablo de clima me refiero a la temperatura. Ni frío ni calor, un estatus agradable para cualquier tarea intelectual. Recuerdo aún las rascas demoniacas, inviernazos y ventarrones que he sufrido, los mosquitos insignificantes que muerden como perros y la incomodidad de las silletas plegables, lo jasco de las piedras romas donde me he puesto a escibir o las puntiagudas rocallas donde he colocado el ordenador. Incluso me he visto tecleando desde el asiento del copiloto, a falta de algo peor, estas crónicas de las Antípodas que, con mayor o menor fortuna, voy colgando en la red. Hoy, en cambio, escribo en un "Tourist Flat", con su cama de matrimonio, su lavabo y su ducha, e incluso su sofá, y las carnes se me vuelven perezosas del gusto. Confío en no acostumbrarme demasiado, todavía nos queda un tercio del viaje: el Northland. La zona más al norte de Auckland, subiendo hasta Cape Reinga por Whangarei y bajando por Whirinaki. Y aún nos falta, antes de regresar a casa, visitar las Islas Cook u otras de igual belleza. Al menos ese es nuestro propósito.


    Pero no adelantemos acontecimientos. Mañana, si el tiempo y la suerte lo permiten, iremos a la península de Akaroa y pasado cogeremos un vuelo hasta Auckland. Ya no tenemos la Vampi. Después de desayunar, Helena, mi compañera sentimental, se ha dedicado en cuerpo y alma a sacarle lustre, meterle un buen bruñido y maquearla. Antes de acometer la tarea, hemos tenido que organizar el equipaje.

    Fue un momento poderoso, porque comienzas a sacar mierda de la furgoneta y no terminas nunca, corriendo el riesgo además de tirar a la basura algo que pudiera ser importante. Como en todos los viajes, vuelves con más de lo que has partido. En Kaikoura, previendo el problema, adquirí una buena bolsa extensible donde agrupar las adquisiciones y demás trastos que, parodiando a los Robinsones Perelman, vamos acarreando de una localidad a otra, así que ya veremos cómo nos las ingeniamos para meterlo todo en el avión.

    Ver los zarrios esparcidos por el césped, ir eliminando piedras, pedruscos, conchas y caracolas, eligiendo lo que te quedas y lo que desechas, es una tarea inútil porque sabes que, de aquí a quince días, te verás en la misma situación. Al igual que ocurre con el confort, las pequeñas propiedades y caprichos - el coleccionismo- convierte los domicilios en garajes, así que conviene ser desprendido para no morir aplastado por tus propias pertenencias o tristemente adormecido en la comodidad de tu cuarto de estar.


    Al devolver la Vampi en la sucursal de Christchurch, el dependiente nos indicó que su mujer -una valiente aficionada a la bicicleta- pretendía viajar próximamente por toda la cornisa cantábrica, desde el País Vasco hasta Galicia, dándole a los pedales. Todavía estaba meditando si empezaría un poco más allá, desde la Costa Brava y haciendo la Transpirenáica, o sería suficiente con partir de Rentería y llegar a Vigo.

    Yo miraba al hombre sin acabar de comprender lo que planteaba. Desconocía la edad de su amada esposa y el tiempo en el que pretendía acometer semejante hazaña, aunque supuse que tendrían edades parecidas y que podría rondar la buena señora sus cincuenta tacos me resistí a proponerle que no hay nada como una buena quebrantahuesos para rematar la faena y terminar expatriado de urgencia. No sabes nunca si estás hablando con un veterano olímpico, si su esposa es joven o plusmarquista, así que, simplemente, escuchas, asientes y pones cara de arrobo. Hay gente para todo. El sujeto en cuestión, muy amable, ni siquiera le echó la vista encima al vehículo, presumió que estaba todo en orden y nos saludamos cordialmente. Dejábamos atrás un buen trasto con ruedas y exactamente -según me confirma la conductora- 4.092 kilómetros de asfalto, pistas y carreterillas.




    Desde el garaje de las caravanas, en una bocacalle de Moorhuse Avenue, cruzamos el Hagley Park en dirección al centro hasta llegar a Cambridge Terrace. Los plataneros se extendían por hectáreas de césped, abultando el triple -para hacernos una impresión- de los que hay en el Parque Labordeta o en Fernando el Católico, y son de una especie más frondosa. Las dimensiones de los parques en este país son distintas a las que conocemos, incluyen vastas extensiones donde se puede jugar al béisbol, al futbol y al rugby, tirarte en el verdín con alegría y sin prejuicios, o simplemente leer. Como el país es poco menos que una reserva natural, los parques de las ciudades resultan colosales. Hay que comprender que, en Nueva Zelanda, rayan el colmo de cortar el césped de todas las cunetas. Para los lugareños, más de tres días sin llover es sequía, de modo que riegan que da gusto.

    Es apabullante el derroche vegetal de Nueva Zelanda, paseando por las calles o por lo que ellos llaman parques, que son auténticas frondas. Al llegar al río Avon, aparecieron de nuevo las canoas y los jóvenes perchadores, siempre sonrientes aunque se dejen los lomos transportando turistas, los bulevares, las cafeterías y la peña recostada por el césped tomando el sol cerca del agua. Todo muy británico, a la antigua usanza.

    Recorrimos el City Mall, llegamos de nuevo a la Cathedral Square y estuvimos fisgoneando en los puestos del mercadillo que habían plantado en la plaza, cerca del Cucurucho y al lado de la parada del Tranvía. Había unas máscaras maoríes que llamaban la atención, pero pensando en acarrearlas durante el resto del viaje me eché para atrás. Montamos luego en el Tram con el propósito de recorrer la antigua Universidad de Christchurch, ahora reconvertida en galerías artísticas, donde los artesanos exponen y trabajan en sus talleres las pinturas y esculturas que muestran al público de cara a su venta. Arquitectónicamente, la antigua universidad es preciosa. Subyugan sus porches, sus pasajes encolumnados, sus arcos y escalinatas, rodeados siempre de una arboleda y con pequeños estanques.

    Supongo que resultará estimulante estudiar en un ambiente similar al de Harry Potter, pero a medida que fueron creciendo las necesidades y el alumnado, se optó por cambiar los usos y llevar el campus a una nueva zona, dejando que los artesanos y artistas pudieran crear sus obras en este espacio y organizarse, no sólo en lo laboral sino también en la residencia, lo mismo transitoria, para los artistas que vienen de fuera, que habitual. La verdad es que nos gustó mucho y aprovechamos para comer allí, a eso de las tres de la tarde, en un kiosko muy relajante.


    Después nos fuimos a visitar el Botanic Gardens de la ciudad, cuyo aspecto, ya de entrada, nos dio a entender que se usaba —igual que el de Dunedin o Welligton, la capital— como un parque. Los usuarios usan la hierba, se acomodan a sus anchas, juegan o se besan, leen y en general campan a sus anchas de manera educada por toda la zona verde. Si en Dunedin se especializan en rodendros, en Christchurch se aplican a conciencia con las rosas. Es lujuriosa la rosaleda de su Jardín Botánico, una auténtica sobrada. Nunca he visto tantas rosas por centímetro cúbico, y de todos los colores -salvo el negro, que yo recuerde- creciendo en macizos, arcadas, rocallas y postes. No escatiman medios. Fuimos adentrándonos en el Jardín hasta que nos fue poseyendo la melancolía propia del recinto y sin comerlo ni beberlo nos vimos de pronto repantingándonos cerca de unas fabulosas secuoyas, a medias al sol y a medias a la sombra, y terminamos roncando a mandíbula batiente durante casi una hora. Es diícil en Nueva Zelanda no adquirir hábitos silvestres. El cuerpo lo agradece.

    Al despertar descubrimos que nos había estado dando el sol de plano y si gozábamos de un bronceado al estilo camionero ahora corríamos el riesgo de pelarnos como patatas. Terminamos el recorrido del Botánico eligiendo el territorio de las especies autóctonas y saliendo después al río Avon. Hicimos una parada en la Sociedad para la Investigación de la Dislexia y regresamos temprano al cámping a pasar la noche. Fue una jornada tranquila y sin sobresaltos, recuperar el resuello sienta de perlas.