Sardonia
Crónicas
© Sergio Plou
martes 5 de agosto de 2008

     La sardonia es un jugo que se extrae del «ranunculus sceleratus», un hierbajo procedente de la isla italiana de Cerdeña. Si la utilizamos en plena jeta como una hidratante enseguida observaremos que tiene la facultad de agarrotarnos los músculos faciales hasta generar una mueca similar a la risa. Siempre se ha dicho de los sardos que son malcarados y repelentes, individuos que rara vez logran desternillarse en una juerga y que como mucho finjen reírse ante las gracias ajenas, más por convención que debido a que lo sientan. Hasta tal extremo ha llegado la fama de su desconfianza y recelo, que a los asnos más tozudos se les denomina sardescos. El lenguaje a veces resulta de lo más inquietante, prejuicioso y hasta xenófobo. La risa sardónica que producen algunos acontecimientos, como el espectáculo de Els Joglars al que tuve la oportunidad de asistir el pasado domingo en el Palacio de Congresos, es semejante al que producen enfermedades como el tétanos, donde el regocijo y el divertimento producen una alegría maligna y amarga, una irrisión irónica y sarcástica. Sin embargo merece la pena asistir a la pieza de Albert Boadella, donde el director no deja títere con cabeza. Representada en el alma misma de la Exposición Internacional de Zaragoza supuso una bocanada de aire gélido para técnicos medioambientales y políticos en general, no porque fuesen capaces de acusar la bofetada de unos actores más que resabiados, sino porque el argumento aludía a la doble moral de nuestros dirigentes.
     A mí me ha costado siempre partirme el culo de la risa con la ecología. Me ha resultado penoso reciclar mis basuras, entre otras causas porque siempre pensé que el problema que generan las grandes industrias alimentarias con sus recipientes y bolsas de plástico tendrían que solucionarlo ellos en la fábrica, y no los consumidores como yo. Tal era el hartazgo de la corrección política, que la ecología se convirtió en tabú, y para ser un revolucionario bastaba con tirar la basura orgánica en el cesto azul destinado a los papeles. El modo de vida más punkarra apoyó en su momento que se nos comiera la mierda cuanto antes, así el sistema entero se hundiría en sus propios residuos. Con el paso del tiempo, y también con los años, me he dado cuenta de que las instituciones públicas parecen muy concienciadas de la labor que hay que hacer en un futuro, aunque se limiten a realizar gestos absurdos mientras permiten a las grandes empresas contaminar el aire, los ríos y todo lo que encuentran en su camino. La crítica de Els Joglars, a fuerza de cínica, coloca las cosas en su sitio y aunque deja un amargo sabor de boca siguen siendo estos cómicos el acicate que la sociedad necesita para comprender a la tropa de pijos que nos gobierna, más preocupados por el colapso del Perito Moreno que en lo que ocurra en sus propias e insostenibles cocinas. Y nunca mejor dicho. Con motivo de una cena donde se reunirán los más altos cargos internacionales, el Ministerio del «Miedo» Ambiente contrata a uno de los más famosos chefs, sujeto del que se desconoce tanto su personalidad como los auténticos ingredientes con que elabora sus recetas culinarias. Tan ilustre cocinero, poseído por la verdad ecológica y decidido a salvar al planeta de la depredación, tiene una forma muy peculiar de concebir los platos. Desconozco si en algún momento volverá esta obra a los escenarios de la ciudad, por eso no quiero desbrozar el argumento y mucho menos romper el secreto fundamental de la pieza, sin embargo me ha llamado tan poderosamente la atención que si tienen la oportunidad de verla aconsejo que no se la pierdan. Tal vez el cuarto de hora final, una vez desvelado el intríngulis, sólo aporte al esquema el registro tradicional del bufón, con el que tan próximo se siente Boadella, pero el resto de «La Cena», que así se titula el espectáculo, no tiene desperdicio.
     Existen muy pocos espacios críticos en la sociedad. Hasta el teatro independiente se ha domesticado sobremanera desde hace un par de décadas y es de agradecer que una compañía tan longeva siga dando palos a diestro y siniestro sin demasiados miramientos. A mi juicio podría haber repartido más y mejor leña, pero la que echó al fuego en estos tiempos que corren es suficiente para hacernos pensar en este nuevo tabú, en esta nueva moda ecológica que sigue destrozando el mundo mientras pone parches idiotas y se duele sensibleramente de lo mal que funciona todo sin mover ni un dedo a la contra. Viendo a Els Joglars resulta fácil comprender cómo las grandes empresas y el Estado pueden sufragar una Expo como la que tenemos a la vuelta de la esquina sin que nada cambie a nuestro alrededor, depositando en la ciudadanía la responsabilidad que a ellos les compete y viviendo en el lujo, la hipocresía y la memez intelectual. El desarrollo sostenible se ha convertido en un eslogan publicitario y se refleja en las etiquetas de cualquier producto a la venta. La ecología es un aditivo en manos desaprensivas, una excusa sin comprobante. Y va siendo hora de comprenderlo, así será más difícil que nos den gato por liebre en un futuro próximo. Si lo hacen será con nuestra aprobación, nunca con las engañifas actuales.

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