El Cuaderno de Sergio Plou

      

jueves 20 de diciembre de 2012

Ruina caracolera




  Desde hace unos años están cambiando las mentalidades de la clase media más acomodada. En Zaragoza, por ejemplo, que es la ciudad donde vivo y escribo la presente, todavía se considera moderno tener un automóvil. Coger el autobús o montar en el tranvía es propio de pobres y además resulta un engorro. En horas punta van hasta los topes y su frecuencia de paso por las paradas se dilata en exceso, lo que produce en los usuarios cierto hartazgo contra los transportes públicos. O sea, que aún estamos al nivel de los años sesenta, cuando el consistorio franquista decidió chapar la última línea del trolebús. Todo el mundo respiró aliviado, ya no se verían catenarias ni raíles por ninguna parte. El alquitrán y el asfalto iban a dominar desde entonces las calzadas, al menos hasta hace bien poco, cuando al consistorio se le ocurrió recuperar el tranvía y los automovilistas, interpretándolo como un retroceso, se llevaron las manos a la cabeza. Así que el cambio de mentalidad al que me refiero es a peor, y no sólo entre la ciudadanía sino, lo que es más grave, entre los responsables de que el servicio funcione a la perfección.

  Parto de la base de que pagar impuestos debe servir para algo más que abonar los sueldos de los políticos, en caso contrario no tiene sentido mantener un estado, unas comunidades autónomas o unos ayuntamientos. Y los nombro en orden creciente, de menor a mayor importancia porque cuanto más próxima a los ciudadanos está una institución más necesaria resulta. Soy de los que piensan que estar pagando un 21% de IVA al estado por cualquier producto que compremos significa que, con ese dinero que recauda el gobierno, tendríamos que estar gozando de unos servicios públicos casi de lujo. Lo contrario es una estafa y en época de vacas flacas todavía más. Es justo ahora cuando la sanidad debería de ser universal, pública, gratuita y excelente, lo mismo que la educación y la justicia. Es ahora cuando hay que invertir más que nunca en ciencia y en investigación. Es ahora cuando nuestros transportes públicos tendrían que funcionar como un reloj. Por eso el tranvía es un símbolo de lo que se hace con el dinero de todos y en beneficio de todos, por mucho que fastidie a los automovilistas.

  Otra cosa es que la puesta en marcha del tranvía produzca serios recortes en el autobús. No es lógico ni coherente, porque ambos medios tendrían que ser complementarios, igual que los servicios de cercanías en el ámbito del ferrocarril. Es una cuestión de prioridades políticas y sociales, al margen del partido que gobierne, mantener en perfecto estado de uso y servicio la red de comunicaciones de una comunidad. Lo mismo que su sanidad, su educación y su justicia. Los impuestos, básicamente, sirven para atender estas necesidades. No las deudas que hayan contraído los bancos, que son entidades privadas y que, para bien y para mal, responden de sus aciertos y errores ante sus dueños y acreedores. No entiendo a los gobernantes que nacionalizan bancos en quiebra y sin embargo privatizan hospitales, entre otras razones porque estas gentes perdieron por el trayecto su razón de ser o quizá nunca la tuvieron. No se explica de otro modo que un cargo electo, destinado a servir a la ciudadanía y gestionar el patrimonio común, acabe actuando como un liquidador de bienes o incluso de personas.

  Así que ya ven, estoy a favor del tranvía lo mismo que estoy a favor del autobús o del tren. Tendrían que funcionar mucho mejor y ser más baratos, por supuesto, pero también estoy a favor del agua y de la electricidad, del gas y los combustibles e incluso de la telefonía pública. Creo que hay que recuperar muchos servicios que se privatizaron hace años e incluso crear otros nuevos, como aquellos que promuevan la energía solar. Si en lugar de avanzar en este terreno se malvende o regala todo aquello que funciona no tiene ningún sentido pagar impuestos. ¿Para qué? ¿Para que te chuleen? Es del género idiota mantener estructuras de gobierno que no reportan ningún beneficio social, con pagar a la mafia o trabajar para ella sería más que suficiente. Por eso seguramente no me ha extrañado el comentario del jefe de los empresarios aragoneses, animando a los políticos locales para que empezaran a recortar las plantillas de las instituciones que gobiernan. Quizá se haya quedado corto y hubiera sido más lógico que directamente despeñase a sus interlocutores por la roca Tarpeya. A fin de cuentas, y de seguir con desvergüenza por el camino de los recortes, estaremos pagando unos impuestos noruegos y recibiendo unas prestaciones africanas, contradicción que con frecuencia no suele conducir a nada positivo.