Que corra el aire
martes 12 de mayo de 2009
© Sergio Plou
Artículos 2009

    Llevo un largo tiempo alejado de la escritura. A veces hay que cambiar de aires para renovarse. También hay que justificar las transformaciones con palabras y símbolos que no conducen a ninguna parte pero es muy propio de los seres humanos engañarse a sí mismos. Y a los demás. En cualquier caso me sentía ya un tanto cansado de obligarme a escribir a diario sobre lo que pasa en el mundo. Si puedes permitírtelo de vez en cuando hay que desconectar. Dejarse arrastrar por inseguridades que espantan la cordura pero sumergen al individuo en un limbo cordial, afable, tranquilo, una quietud que promueva la inactividad y favorezca la negación del pensamiento. Es necesario serenarse. En esta sociedad resulta complejo arrojar la toalla durante un instante y decirse en voz alta: ¿qué estoy haciendo con mi vida? Las grandes preguntas del ser humano nos alcanzan en algún instante. Existen apelativos para todas las crisis. Bautizando cualquier emoción o acontecimiento en seguida nos sentimos mejor. No es necesario que nos alcance un rayo o se nos muera alguien, derrapamos sin comerlo ni beberlo aunque no seamos conscientes. Es más sencillo creer que nos ha dado un aire o somos unos vagos. Pensar que la culpa nos fuerza a trajinar sin descanso, que es menester forzar la maquinaria para estar continuamente en el alero del mundo, oteando el panorama, alertas y despiertos, como si fuéramos inmortales, es una tontería. El futuro siempre nos alcanzará.
    Me hubiera gustado vivir esta recesión económica con la crisis de los 40 bien mascada, pero me resulta imposible. Ya estoy al borde de los 50, leo los éxitos del difunto Stieg Larsson con devoción y lo paso en grande con series en versión original, como «En Terapia» o «The Big Bang Theory». De hecho acabo de comprarle un telescopio newtoniano a mi sobrino y un juego medio «gore» para la «play station 2» de mi hijo. Es lo que hay.
    No creo que ninguno de los dos trastos dure en sus memorias poco más de un mes y seguramente soy muy optimista porque ahora nada permanece en las neuronas durante más de una hora seguida. No es que los objetos sean de usar y tirar, es que tendrían que ir directamente de los expositores de las tiendas al depósito de la basura inorgánica. Somos espectadores, simples devoradores de anuncios y lo que no se vende, en lugar de regalarlo, acaba en los contenedores. No es suficiente con tener éxito, para que cuaje tiene por fuerza que arrasar. Los triunfos han de ser tan monumentales que no dejen lugar a dudas. Así que nos hemos convertido en pasto del fracaso y tallamos a las personas igual que a los objetos. ¿Somos rentables? Si resulta más barato tirar un producto al desperdicio que devolverlo al fabricante, ¿no acabaremos todos en la misma cloaca?
    Cada cual que extraiga sus conclusiones y luche contra corriente como buenamente pueda. Lo de menos es que estemos en un punto de no retorno o sumergidos en una magnética aurora boreal. Que gobernantes y banqueros se empeñen desde hace meses en sugerir que ya amaina el temporal de la recesión y que se vislumbra en el horizonte una chispa de esperanza, nos suena a tomadura de pelo. La mentalidad general —que es lo importante— no cambia ni un ápice. Y es muy grave.

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