El Cuaderno de Sergio Plou

      


miércoles 16 de marzo de 2011

Prurito




  Me han preguntado unas cuantas veces mi opinión sobre la ley del tabaco y como no me gusta ser demagógico he optado por responder de la forma más lógica que se me ocurre. La lógica es el método que suelo utilizar cuando se intenta ponerme contra las cuerdas, aunque también resulta efectivo para cuestionar medidas —casi siempre de carácter impopular—, sobre las que se proyecta un cariz hipócrita. Parto de la base de que hay muchas actitudes nocivas en esta sociedad, no sólo insalubres sino también maniqueas, paternalistas y hasta aberrantes. Muchas medidas que acometen los gobiernos están teñidas por intereses económicos y se disfrazan con fundamentos sociales para darles mayor credibilidad. Me parece tonto que se impida fumar en los bares y sin embargo se permita hacerlo en los hogares de cada uno, la razón es muy simple: no hay policías suficientes. Me parece raro que se deje vender tabaco en los estancos, y mucho más extraño que se autorice a los bares —donde está prohibido fumar— a que expendan cigarrillos mediante máquinas. En los manicomios y en las cárceles se puede fumar, allí los fumadores pasivos importan poco, y eso que no carecen en estos centros de vigilantes para hacer cumplir las normas. En las contradicciones encontramos siempre válvulas de escape e instrumentos para la lógica.

  A mí me parece bien que prohiban fumar en los bares pero se me antoja ridículo que se impida igualmente crear locales donde se permita. La ludopatía, en cambio, no tiene demasiadas cortapisas. Existen casinos con bar y bar con casino. Las tragaperras son como embajadas del país de las apuestas. Es fácil encontrar en los garitos a gente que se deja el paro en las tragaperras y a nadie parece causarle dolor alguno en el corazón, tal vez porque la billetera ajena no contamina las fosas nasales de los que rodean al sujeto. Parece normal que para entrar en una cafetería tengamos que atravesar un cordón de fumadores que se apretujan en la entrada y que una vez dentro nos parezca corriente observar cómo se funden los cuartos en un negocio sin sentido aquellos precisamente que no fuman. O cómo se permite beber alcohol hasta alcanzar una buena melopea, alcohólicos incluidos. Ser un borracho no es nocivo «per se», salvo que resultes molesto o peligroso, sin embargo todas estas actividades están gravadas con impuestos por el Estado. Jugadores, borrachos y fumadores pagan al Estado por llevar a cabo sus prácticas y con ese dinero el Estado crea hospitales, carreteras, cárceles y hasta ejércitos. ¿No es raro? ¿Cómo se puede usar un dinero que nace en su orígen de una enfermedad adictiva sin ningún remordimiento? ¿Por qué se colocan pólizas y sellos estatales en una botella de whisky, en una cajetilla de tabaco o en una máquina tragaperras si se sabe a pies juntillas que su uso no depara nada bueno? Es más, si tan malos son ciertos hábitos ¿por qué no se prohiben del todo? Porque la conflictividad que acarrearía es susceptible de superar a los beneficios que reporta, generando de paso un mercado negro de difícil control.

  Las medias tintas suelen ser más complicadas de defender que las medidas absolutas, pero la hipocresía tiene muchos adeptos. En la época de fumada libre apenas existieron locales donde se prohibiera fumar, ¿no les resultó extraño? Los no fumadores siempre se han quejado del ambiente irrespirable de los bares y sin embargo ningún empresario encontró rentable crear garitos libres de humo. Ahora que se nota mucho la caída de usuarios claman contra el gobierno para que se retracte. El asunto sin embargo es que no existe coherencia entre lo que se piensa y lo que se hace, y mientras siga habiendo fisuras seguirá existiendo la crítica. La causa es simple: lucrarse a costa de la salud ajena —mediante la fabricación, la distribución y los impuestos— sigue siendo rentable. Por eso se instalan tragaperras o se vende alcohol y tabaco. Por eso es tan complejo tomar postura a favor o en contra de la ley del tabaco, dada la hipocresía que se detecta en su base. Una ley que afecta a nueve millones y medio de consumidores hubiera merecido mayor lógica. Sin ella sólo cabe esperar un resultado: que se vuelva como un boomerang contra el gobierno en las próximas elecciones.