El Cuaderno de Sergio Plou

      

domingo 29 de noviembre de 2009

Por la Tierra del Norte

Atravesando el Northland
De Auckland a Orewa, por Wellsford y Kaiwaka, hasta Waipu y Whangarei




AUCKLAND

ZARAGOZA











    Hace una noche fantástica en Whangarei, al lado de la cascada. Huele a unas flores que bien podrían ser madreselvas pero que no hemos podido identificar. Voy en manga corta y corre una brisa suave que refresca agradablemente un clima parecido al tropical, aunque menos humedo. Tengo la impresión de que por fin hemos escapado de la lluvia que nos pilló ayer en Auckland y que nos desanimó un poco. Hemos cenado al aire libre en las mesas del Whangarei Falls Hollidays Park, donde hemos alquilado lo que aquí denominan una "cabin", y que se asemeja a una habitación con barra, frigorífico y microondas. Tenemos "facilities" de veras, a tres metros escasos la ducha y los lavabos, y hemos podido conectarnos sin excesivas dificultades por internet, para seguir los acontecimientos personales y escribir la crónica que estás leyendo. Hemos empezado bien nuestra visita al Northland, la Tierra del Norte, donde la vegetación pasa de espesa a tupida, los árboles se enmarañan unos con otros y crecen hasta donde se pierde la vista. Las playas son deliciosas y el tiempo, aunque sea nublado, es muy<agradable.

    Esta mañana, a eso de las diez y media, nos han venido a buscar a la puerta del hotel donde estábamos alojados en Auckland -el Kiwi International, que es un auténtico laberinto de pasillos y he llegado a perderme media docena de veces, sin exagerar- para hacer los papeles del coche que habíamos apalabrado, un Nissan Bluebird, un poco largote de morro y bajo de ancas que, comparado con la Vampi, se nos hace extraño para los seis días que nos quedan por esta zona.

    Todavía buscamos cosas donde las colocábamos en la furgona, y de algún modo hemos creado un paralelismo entre la caravana y el coche, porque vamos a dormir a los cámpings, como hacíamos antes, sólo que en estos pequeñas casitas de una habitación y media, cuya cama resulta mucho más acogedora que las colchonetas sobre un recio conglomerado donde nos acostábamos hasta hace unos días. El viajar en automóvil es más sencillo, tras cogerle el truco, sobre todo cuando hay rachas de viento porque al ser mucho más bajo se agarra mejor al terreno. Hasta se escucha la radio, un entretenimiento que facilita conocer las predicciones meteorológicas, llenarte de anuncios estúpidos -como en todas partes- y conocer los gustos musicales de los lugareños, que van desde el folk a Pink Floyd pasando por Cold Play, de hecho hay muchos grupos que suenan igual que ellos, así que tienes la sensación de estar viviendo un capítulo interminable de Anatomía de Grey.


    El buen mozo que nos vino a recoger para firmar los papelotes del alquiler del coche nos condujo por Auckland hasta la oficina sorteando un fajo de calles cortadas al tráfico, debido a que este domingo en concreto debía de haber una serie de carreritas por la ciudad organizadas por el servicio de mensajería DHL. Llegamos a la sucursal de Omega y un asiático tan despreocupado como veloz nos enjaretó el vehículo en periquete. El único conflicto que tuvimos con el sujeto fue a tenor de las "innsurances", o sea, del seguro que cubría cualquier problema mecánico con el auto. Curiosamente era a todo riesgo salvo -he aquí el dilema- el de pinchazo de las ruedas. Si pinchas, tú mismo con tu mecanismo. Has de cambiar la rueda y pagar el parche, el neumático, la llanta o lo que sea menester. Así que el seguro es a semi-riesgos. Y no quisimos discutir.

    A las once y media de la mañana de un domingo (los domingos en Nueva Zelanda son igual que cualquier día para muchos negocios, sobre todo los relacionados con el turismo) sería una epopeya encontrar otro auto que cumpliera "todas" las expectativas. Es difícil desprenderse de la idea de que los supermercados abren en domingo, por ejemplo, y a veces nos decimos: ¡que gaitas, si estará abierto...! Y así es. Las tiendas cierran a las 5, pero permanecen abiertas hasta esa hora cualquier día del año. El caso es que no nos acordamos -como siempre- y aceptamos el seguro a todo riesgo -salvo el pinchazo- por no entrar a morderle una oreja al hombre, que ya tenía bastante con currar en domingo. Metimos todo el equipaje en el maletero, que es profundo como pocos, y salimos pitando de allí rumbo al Harbour Bridge, un puente que ya en el primer viaje, cuando dormimos junto al Lago Takapuna, nos llegamos a conocer de memoria.




    Arreamos por la Road 1, que empieza como una autopista corriente, de las que tenemos por casa, y al rato te avisan que en unos kilómetros, una vez que ya te has enganchado a la única autovía del país, se va a convertir en una carretera de peaje, así que tommaos una salida próxima y funcionamos por el asfalto gratuito, que además es una "scenic route", o lo que es lo mismo, que se ven paisajes chulos. Teníamos la intención de llegar a dormir a Whangarei, tal vez en un lodge próximo a la playa, pero nos decidimos por las cascadas de dicha localidad, entre otras razones, porque en el cámping gozaban de una "hot pool", y cuando te has metido en una piscina caliente es ya como un imán. Allá donde acabes las buscas. Menudo vicio. Por el camino hicimos tres excursiones. La primera con ánimo claro de estirar las piernas, respirar aire puro y recibir un cursillo acelerado sobre los kauris.

    Hay que recordar -no es obligatorio para los lectores, sólo se trata de una forra de hablar- que en nuestro primer encuentro con las Antípodas, hace de esto más de un mes, equivocamos los helechos gigantes que crecen por estas tierras -que se llaman fern y pongas, entre otras muchas especies- con los famosos kauris. Así que, al salir de Auckland y llegar a Orewa - donde llenamos el depósito de gasolina de 91 octanos por 80 céntimos de euro el litro -, sorteamos las hot pools de Hot Springs (tampoco nos vamos a pasar el viaje a constante remojo) e hicimos una visita al Parry Kauri Park, donde todavía resisten al paso del tiempo unos ejemplares de kauri de 800 años de edad. La foto que cierra esta crónica corresponde al más longevo, y la minúscula figura que puede apreciarse en la base del tronco es la de Helena. De este modo pudimos, si no licenciarnos en kauris, recibir al menos un cursillo acelerado oara las jornadas venideras, donde esperamos encontrar unos pedazos de árboles de cagarse la perra.


    A la salida del Kauri Park, por Warkworth, recogimos al autoestopista más arisco que nos hemos topado hasta hoy. No dijo ni esta boca es mía durante el cuarto de hora que duró su trayecto hasta Wellsford, donde se bajó muy chulito y con exigencias a la hora de apearse. Nadie espera que te besen el culo, pero tampoco que ejerzas de taxista. Igual es una costumbre de los lugareños del norte, lo mismo cualquiera que te encuentre por la carretera si haces dedo te lleva hasta la puerta de tu casa, pero no deja de ser raro, por muy silvestres que sean los neozelandeses siempre son curiosos y con franca tendencia a la charlatanería. Resuelto el episodio del mudo, continuamos viaje hasta Wiapu, tomando allí la ruta secundaria hasta la Cove, donde afirman los cronistas que hay buenas playas, como así fue.

    Aprovechando el receso echamos un bocado en una especie de merendero. O un tenderete con ínfulas, debido a su vecindad con un cámping y un restaurante que, a las dos de la tarde, indefectiblemente, se encontraba cerrado. No era hora de "lunch", ni siquiera en domingo, así que morimos al palo de pedir un "hot dog" y unas chips. Para nuestro asombro, el hot dog consistía en una salchicha vienesa atravesada con un palo -como si fuera un pincho moruno- y rebozada. Sin pan, por supuesto. Las chips eran patatas fritas, cuyo tamaño medio se servía envuelto en papel de periódico. ¿Y de postre? Unas fresas. La comida resultó harto inquietante, dado que la gente se pedía más o menos lo mismo que nosotros y se lo zampaban a la fresca como si la extraña combinación de alimentos fuera absolutamente coherente, a parte de sana o natural.




    En cualquier caso no le hicimos ascos y una vez recuperadas las fuerzas nos acercamos hasta la playa, donde pudimos contemplar una escuela de surfistas, todos novatos, intentando hacer unas olas en una mar bastante tranquilo y con un bonito telón de fondo a sus espaldas: Taranga Island y las Marotees, que junto a las Mokohinau conforman el archipiélago de las Hen and Chikens. Desde según qué emplazamientos de la carretera, algunos de estos peñotes dan la sensación de cuernos emergiendo del océano. Al lado de la arena, muy fina y clara, se desliza una pequeña pradera verde, donde la gente aguarda la hora de regresar de nuevo a sus casas estirando el fin de semana. La segunda excursión que teníamos en la lista de espera hacía referencia alas cuevas de Waipu, en cuyas entrañas se refugia una estalagmita de veintisiete metros de altura.

    Como cabe esperar, no íbamos preparados para hacer espeleología. Recordé, de hecho, que teníamos una linterna en el maletero cuando a oscuras y sin un alma en kilómetros a la redonda metí la pezuña en un barrizal de su garganta y decidí que hasta ahí podíamos leer. Al menos un servidor, que además iba sin gafas, o con las de vista cansada, que a fin de cuentas sirve de poco para encontrar estalagmitas gogantes. La carretera hasta las Cuevas de Waipu comenzaba en una salida de la Road 1, posteriormente se bifurcaba en una comarcal, se iba abriendo en palmera por distintos andurriales y continuaba por una pista forestal, donde nos empezamos a temer que se produciría el fatídico pinchazo de una rueda, rueda que ningún seguro iba a cubrir. Cuando el andurrial concluyó en un puente de madera por donde era fácil acabar en un río sin bautizar, con puente incluído, estuvimos a un tris de recular y volvernos por donde habíamos venido, pero como igual era peor el remedio que la solución decidimos continuar adelante y que allá nos las dieran todas en el mismo carrillo.

    Tampoco hubiera sido tan sencillo encontrar el camino de vuelta, así que con esperanza y ante el pasmo de una recua de vacas que no nos quitaban ojo de encima logramos llegar hasta las cuevas sin lamentar pérdidas ni daños materiales. Tal vez con una buena linterna y convenientemente pertrechados, nuestra fulgurante visita a las cuevas hubiera sido más positiva de lo que fue. Pero a estas alturas es una tontada lamentarse y lo visto, a mi nulo entender, mereció la pena. Es más, hasta tuve un " dèjá vu" en la entrada, como si ya hubiese estado antes en la zona, sólo que con mucha gente. Y no me refiero en otra vida, sino en la actual, circunstancia que me resultó todavía más inquietante.


    Cuando conseguimos salir del laberinto de carreterillas, caminos y pistas que conducían a las cuevas, llegamos de nuevo a la carretera principal y buscando la vía de Whangarei nos echamos a un lado en la salida. Hasta entonces apenas habíamos visto a nadie en el asfalto, pero ponernos a mirar el mapa de carreteras en el lugar menos idoneo y aparecer de la nada un tráiler a nuestras espaldas pidiéndonos paso franco fue todo uno. Conocedores de la tendencia de los neozelandeses a parar en cualquier parte para charlar amigablemente, en ningún momento creímos estar molestando. Nada más lejos de nuestra intención. Así lo interpretó el camionero del tráiler que, entusiasmado con la idea de tener a dos turistas en pleno cruce, decidió bajarse del camión y preguntarnos con cachaza si podía ayudarnos en nuestras cábalas. Lo cierto es que no supimos explicarnos. Tras un mes de cruzar localidades como Mangawhai, Wingawanga, Gawanhira y Raganwhwi, ¿es acaso posible diferenciar Whangarei de Rawalpindi? Lo dudo. Y así se lo hicimos ver al camionero que, estupefacto, volvió a su tráiler y nosotros arrancamos sin más hacia donde nuestro instinto nos dio a entender, que era hacia la izquierda, acertando de plano.


    Costó un poco llegar hasta el cámping que hay junto a la cascada de Whangarei, entre otras causas porque las carreteras cambian de nombre según las localidades que atraviesa la calzada, pero una vez que logramos llegar a nuestro destino, Alice, tal vez la jefa del cámping, nos atendió de manera muy diligente, nos dio todos los planos -habidos y por haber- de la zona y hasta nos hizo la cama. Antes de visitar la cascada nos fuimos a comprar un poco de comida al supermercado del pueblo y luego disfrutamos de la bendita "hot pool", bien calentita y relajante. Mañana nos levantamos temprano a continuar viaje, de modo que conviene ir bien descansados.