Para todos los públicos
viernes 16 de diciembre de 2011
Sergio Plou

  Los eufemismos son esas palabras que se emplean para decir justo lo contrario de lo que se piensa. Por ejemplo, si pretendemos hacer un expolio, que es lo mismo que robar, empleamos el verbo privatizar que suena más fino. Por ahora se respeta el trámite de legalizar los robos, para diferenciarlos de la delincuencia común. En caso contrario, cualquiera podría privatizar la virgen del pilar y llevársela a casa. Y no se trata de eso, es cuestión de que se la queden —o que la pongan en valor, que se dice ahora— los amiguetes, aquellos que sueltan un buen pellizo por legalizar el robo. Nadie se plantea recortarle a la casta sacerdotal los diez mil millones de euros que se le regalan anualmente, y eso sigue siendo así porque tienen el monopolio y la custodia de todas las vírgenes, santos, dioses y catecismos del país. Ya sé que es idiota, pero a falta de explicaciones, no cabe entender otra cosa. Es lo que hay.

  Cuando te quedas en la calle sólo tienes una opción: la de estirar la mano. Puedes tenderla al infinito, esperando que caigan unas monedas, o intentar colarla en bolsillo ajeno. Ninguna de las dos requiere una creatividad especial, basta con darse maña. No es lo mismo poner ojos de cordero degollado e inspirar lástima, que degollar el cordero de otro y poner cara de circunstancias, en ambos casos sin embargo se trata de conseguir dinero, que es un aspecto fundamental de nuestra triste existencia. Da igual que el gato sea blanco o que sea negro, lo importante es que cace ratones, y los jefes saben que el mayor negocio reside en manipular las necesidades más perentorias.

  La enfermedad, sin ir más lejos, es un fenómeno que puede ocurrirnos a cualquiera, de modo que, en lugar de preocuparnos por la salud, es más rentable para cuatro desalmados hacer negocio con ella. Este asunto es tan viejo como la humanidad. Los eufemismos estaban de moda en la época de Adolfo Suárez, el hombre que podía prometer lo que le viniera en gana, porque era el presidente del gobierno, y llegaron al cénit con Felipe González, sujeto que envejeció diez años en veinte minutos a fuerza de que le pintaran unas canas en las sienes, magnífico símbolo de respetabilidad. Este respeto le impulsó luego a chapar toda la industria nacional, empleando en su propósito el eufemismo de la reconversión industrial. Con Aznar y Zapatero, los eufemismos dieron un salto cualitativo para convertirse después en la pura y dura tergiversación. Los sindicatos pasaron de representantes de los trabajadores a maniobrar como agentes sociales y luego actuaron ya como simples intermediaros de los empresarios, así nacieron las empresas de trabajo temporal. Lo público, por ejemplo, dejó de ser todos y descubrimos que era tan sólo un vehículo para el desarrollo de los negocios. Un taxi es un transporte público, lo mismo que un tren, un avión o un autobús. Los hospitales y centros de enseñanza son también «espacios» públicos, entre otras razones porque tarde o temprano todos acudimos a ellos. Así hemos llegado a que las calles y las plazas acaben siendo considerados como lugares de tránsito.

  Las sutilezas son asombrosas pero inducen a la imbecilidad. Es cierto que todavía puedes estar esperando en la calle a que te recoja un amigo, pero ese amigo no puede exceder de un individuo. Aguardar a dos mil personas exige un permiso de manifestación, y a ver lo que haces y lo que dices, porque no se vale todo. A mí estos matices me recuerdan a cuando entro en un museo o en una iglesia y me encuentro de pronto en un lugar oscuro o carente de todo sonido. Se supone que me hallo en un espacio público, en un lugar «común», y sin embargo no hay luz o nadie me explica el recorrido si no efectúo un «donativo». No puedes pagar en ajos ni entregar a cambio un chupito de sangre, la donación es siempre dinero y con frecuencia lleva implícito un precio fijo, de este modo se hace la luz en un retablo o te prestan un magnetofón, trasto con el que debes cargar durante el recorrido. La aberración llega a tal extremo que si vas al cine y te echan una película en 3D, te alquilan las gafas aparte. Así nunca sabes muy bien lo que estás pagando ni cuáles son tus derechos al adquirir una entrada. Es como si al llegar a casa tuvieras que depositar unas monedas para subir en ascensor o pagar un plus por caminar bajo los porches los días de lluvia. Todos hemos puesto un dinero mediante impuestos para la construcción de un hospital o de un colegio, pero el uso de sus instalaciones y servicios se paga aparte. Lo público ha degenerado hasta el nivel de la expectación. Ya no somos ciudadanos ni contribuyentes, ni siquiera consumidores. Ahora somos público, espectadores nada más. Y se hila muy fino con el derecho al pataleo.

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