Muy al norte del sur
Crónicas
© Sergio Plou
martes 6 de noviembre de 2007

    Al noreste de Lanzarote, tras la bocana del puertito de Órzola, y doblando el cabo de Punta Fariones, se oculta la primera isla del Archipiélago Chinijo: La Graciosa, el lugar donde creí que me habían tocado mil euros en un palito de helado. Helados de la Menorquina en las Canarias, no veas. ¿Y si hubiera otro polo con sorpresa en cualquier lugar de la isla? Pues efectivamente, dos calles más abajo de toparme con el primero - como quien dice, porque las calles son de arena pura en Caleta del Sebo, una capital que a duras penas alcanza el título de aldea -, está la pensión Enriqueta, donde también venden helados con regalo en metálico. Hay para todos. Y te animan a que escojas el que quieras en el arcón congelador. Pronto comprenderás que la promoción de la Menorquina terminó hace tiempo, nadie recuerda la fecha exacta. Los recuerdos a este lado del mundo son como los vientos alisios durante la noche, que silban una canción aflautada. Se cuelan por la calle de Las Sirenas, entre las casas blancas, impregnando de misterio los sueños hasta que despunta el alba en forma de espejo. El sol entonces es una lente. Pica ya sólo de barruntarlo desde la cama.
   Recuerdo que el primer impacto fue en el muelle. Mi compañera sentimental y yo, habíamos llegado desde Barcelona a Arrecife, la capital de Lanzarote, y habíamos pillado inmediatamente un taxi rumbo al puerto de Órzola. No cabía otra solución si queríamos coger a tiempo el ferry de La Graciosa. Era el último barco y no apetecía mucho pasar una noche extra en Arrecife. Además la troly-maxi-mochila, un artefacto completo, un juguete comansi, venía ya más que llena desde la Ciudad Condal. Venía repleta desde el punto de origen y con un imperdible que ajustaba malamente las costuras. En mis tradicionales labores de sherpa no había inaugurado un viaje triunfando ya al viejo estilo de los Perelman. Es decir, empezando con más de lo necesario y acumulando después en nuevos fardos lo que se adquiere sobre la marcha. De modo que el viaje no podía defradudar las expectativas. Las expectativas se contemplaban ya a todo color en el muelle de Caleta del Sebo, a cuyos lomos se amontonaban centenares de sardinas tendidas al sol. Sin esperar nada más que el sol para resultar de algún modo sabrosas. En las trancas del puerto deambulaban un puñado de abuelos con sombrero alto de paja y una dama fuerte, coronada igualmente con el susodicho gorro, que empujaba con nervio de una carretilla. Las carretillas son las maletas de La Graciosa, el carro de la compra y la cabina del ascensor. A nuestra llegada todos los coches de la isla estaban en ese instante aparcados allí. Concretamente nueve jeeps, dos de ellos seguramente veteranos de la Marcha Verde. Estábamos, sin duda, muy al norte del sur. Se abría ante nuestros ojos todo un abanico de posibilidades. Nos dimos cuenta al preguntar a un lugareño por la pensión Enriqueta. Debimos escogerlo a conciencia de entre un par que nos resultaron asequibles, pero a tenor de la parábola que nos iba dibujando para llegar a la pensión, comenzamos a creer que la familia de Enriqueta y la de aquel aborígen si conseguían llevarse bien era fruto de la casualidad. Porque hacían todo lo que estaba en su mano para no entenderse y para no hacerse sangre empleaban en sus contiendas a los turistas. Con la ventaja de que no duran en la isla más de dos días, que siempre son nuevecitos, se las cruzan dobladas.

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