Mitología popular
viernes 18 de enero de 2008
© Sergio Plou
Artículos 2008

    En el fondo nos encanta la imagen del bandolero. No me refiero al modelo de Robin Hood, donde un rufián se mostraba generoso repartiendo entre los pobres lo que podía mangar a los ricos, sino al ladrón inteligente, mondo y lirondo, de guante blanco o de sucias manos, da igual, porque aún siendo importante las trazas o el apodo al final la marca o el disfraz sólo son las herramientas del disimulo y del anonimato. La picaresca está sembrada de héroes cuyo mayor mérito es burlar el trabajo. A nadie le apasiona ganarse el pan con el sudor de su frente, salvo a los profesionales de vocación, que son esclavos de sí mismos. El resto de los mortales se deslumbra ante falsificadores y pendencieros de toda laya, gentes que sin matar a nadie consiguen dar un buen golpe y desaparecer después como si se les hubiera tragado la tierra. Olvidarse del despertador, vivir sin un jefe que controle tus pasos y desentenderse de las miserias que nos comen a todos la cabeza, es una virtud que observamos con envidia, aunque requiera una discreción absoluta y una dedicación absorbente. La persona que consigue zafarse de esta lacra social a la que denominamos empleo, la que goza de cien años de perdón - porque roba a un ladrón de mayor enjundia y fortaleza -, nos resulta simpática y al mismo tiempo admirable. No es raro pues que sus andanzas se sigan al detalle, que en nuestra imaginación les vayamos empujando hacia un nuevo éxito en el siguiente asalto y que aplaudamos sus gestas a la hora del café hasta formar con ellas una leyenda hipnótica. Nos falta su valentía, su arrogancia y su determinación, seguramente estas carencias favorecieron el invento de la lotería. Mediante este hallazgo se redujo el sueño de vivir sin dar un palo al agua. Mediante la compra de un boleto, gracias a una apuesta legal, se ofrece a los vagos la remota posibilidad de gozar de una improbable fortuna. De esta manera se aleja del subconsciente coletivo la fantástica necesidad de asaltar un banco, aunque se acometa el delito con una pistola de jabón. No podrá evitarse, sin embargo, que individuos como El Solitario dediquen sus energías a preparar minuciosamente los asaltos más inverosímiles y disruten del botín durante casi tres lustros. Su popularidad hubiera sido mayor si en los treinta atracos que perpetró no se hubiera llevado por delante a tres personas, lo que le puede costar más de veinte años de cárcel. Jaime Giménez Arbe, de 52 tacos, podrá decir ahora que pertenece a una red anticapitalista de bandoleros, una organización internacional dedicada a desmontar el sistema pieza a pieza. Al margen de su modus operandi, cualquier chorizo podría afirmar lo mismo y no encontrarían los jueces forma legal ni atenuante para exculpar sus crímenes. Estos caballeros andantes, los paladines de la pereza, están en la cresta del ola mientras mantienen en jaque a la policía y maniobran sin sangre. Cuando los cazan despiertan durante un tiempo la curiosidad y después, cuando descubrimos su identidad, se borran de la memoria. Al sistema no le interesa que broten discípulos ni aprendices. A las aseguradoras tampoco.

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