Lucha canaria
Crónicas
© Sergio Plou
lunes 12 de noviembre de 2007

  Para la gente tan deportista como yo, las bicicletas de La Graciosa son algo más que una experiencia de mountain bike. Son un combate de lucha canaria. Hace años luz que no montaba en bici, y mucho menos en una con piñones, platos y ruedas gordas. Las alquilamos en Caleta del Sebo y a los dos minutos de viaje sabía ya que viviría un nuevo episodio de Al filo de lo Imposible. No había dios que dominara semejante cacharro. Me veía con las piernas partidas y el cóxis como un perdigón, igual que un maniquí roto tirado en la cuneta. Los caminos de la isla no son inescrutables, más bien quebrantadores, de modo que me lo tomé con calma y acepté que mi compañera sentimental se viniera arriba pedaleando y me dejará atrás. No tuve que hacer mucho esfuerzo. Ocurrió nada más salir del pueblo, donde pude comprobar que las cadenas de las bicicletas se salen ahora con la misma facilidad que en el siglo XX. La aridez del terreno, la rugosidad del pedregal y las huellas de los jeeps convertían el alegre paseo por la isla en un desastre para las pantorrillas, así que pronto me bajé de aquel artefacto inservible y continué a pie, que iba más deprisa. No siempre tuve que cargar con el medio de locomoción. A veces me cargaba él a mí. En las bajadas lograba subir al sillín y me dejaba escurrir por las pendientes, al menos así recuperaba distancia con mi pareja. En los dos primeros deslizamientos percibí cierta dificultad en la frenada. Los guijarros de la vereda tenían vida propia y naturaleza diabólica las esquirlas que saltaban en los derrapes. Sentí aquella sensación de entropía con mayor claridad durante un terraplén facilón, apenas una rampa. Allí alcancé una velocidad de crucero entre los diez y los quince kilómetros por hora, algo en verdad sorprendente para mi columna, cuyas vértebras llevaban la cuenta de los cantos rodados que iba pillando en el sendero. Hubo una inclinación, sin embargo, que desbordó mis expectativas y me vi de pronto zumbando a tumba abierta entre El Mojón y Las Agujas, con lágrimas en los ojos, no sé si debido al polvo que levantaba mientras iba buscando un lugar donde arrojarme o por la impotencia de no encontrar nada acolchable en mi próxima caída, nada que no fueran bloques de lava puntiaguda. La verdad es que no me acuerdo de cuánto tiempo estuve viajando hacia un futuro impronosticable, pero comenzó a darme miedo cuando rebasé a mi compañera, que había parado a tomar unas instantáneas y continué a lo loco en solitario camino de la paradisíaca Playa de las Conchas. Sin casco ni rodilleras y sudando la gota gorda. Nunca hubiera pensado que las bicicletas tuvieran semejante peligro. O que yo pudiera ser tan incompetente. Fue la propia orografía la que detuvo mi carrera en una nueva subida lamentable, a cuyas faldas fui perdiendo la inercia mientras recuperaba el aliento y la compostura. En un manojillo de nervios logré bajar del potro de tortura. Sólo faltaban tres kilómetros para llegar de nuevo al mar y me sentía como un héroe. Un héroe que no estaba dispuesto a jugarse el pellejo por tomar el sol un rato sobre una toalla.

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