El Cuaderno de Sergio Plou

     

miércoles 18 de noviembre de 2009

Los Catlins, una región adorable

Invercargill hasta Dunedin, por Fortrose y Owaka, bordeando la costa








      Pasamos por Invercargill sin pena ni gloria. Es una ciudad extensa, dedicada al comercio y centrada en el puerto de Bluff, donde no encontramos gran cosa de nuestro interés. Todas las localidades neozelandesas tienden a ofrecerse como algo especial, y en Invercargill venden su centro poco menos que como una ruta turística.

    Las casas centrales tienen, a mi escaso juicio, un aire del Oeste americano, donde la más vieja de todas apenas es de finales del siglo XIX. En Nueva Zelanda, cuando un patrimonio pasa de abuelos a nietos hablan de herencia: "Heritage". Y al ser un país joven te encuentras a veces visitando un puente de madera que cruza entre unos riscos porque para ellos se trata de una obra arquitectónica de lo más antigua, y por lo tanto Heritage. Heritage son los tramos de las carreteras que circulan entre ranchos "antiguos" y que en España podrían ser sinónimos de cañadas reales, pero no es exactamente lo mismo. Son tramos públicos, herencias culturales de la comunidad.

    Los autobuses escolares se anuncian en las carreteras para que los conductores tengan la consabida precaución y cuando ves los transportes llevan letreros en letras de color forsforito para que resulten reconocibles a distancia. No es que los niños, a mi entender, no merezcan tal deferencia, simplemente es que aquí las generaciones tienen un valor en sí mismas. La lucha por la supervivencia y el juego limpio con la fauna y la naturaleza, han construido un país que quiere entregar a las futuras generaciones de neozelandeses, los biznietos y los tataranietos, las mismas maravillas que contemplaron sus bisabuelos. Esto es lo que entienden por Heritage, por eso se sienten muy orgullosos de que las gentes de todo el mundo acudan a visitarles, les confirma que viven en un territorio que merece la pena conservar.




    No todo en Nueva Zelanda es fantástico. Invercargill, por ejemplo, no me parece nada del otro jueves, si bien sus inmediaciones albergan gratas sorpresas. Desde Orekupi hasta Riverton, por la Bahía de Te Waewae, pudimos entretenernos contemplando la lucha entre las personas, los árboles y el viento. Gigantescos setos cobijaban las granjas, fórmula que se prodiga también según avanzamos hacia el este.

    En Fortrose, donde paramos a llenar el depósito de la Vampi, se mantenía la costumbre de cercar con arboledas absulatemente imposibles las propiedades. En esta zona, como había observado en el cámping, te llaman "hey gay!". Se trata de una expresión coloquial, similar al "co" baturro, pero en kiwi. En las carreteras se hace referencia a un sentir sureño de los hombres de estas tierras, un género que, en ausencia del clásico palillo entre los dientes, calza vaqueros y tiene un aire ligero al leñador canadiense, pero sin llegar a tanto.

    Los "southern men" son un poco más silvestres si cabe que los norteños, más campechanos y campuzos, algo parecido al brutos pero nobles. De hablar grave y sonoro, un tanto radiofónico, los sureños se dedican sobre todo al sector primario, el ganado vacuno y el lanar. Se ven vacas y ovejas por todas partes, incluso crían ciervos y también algunos caballos.

    Entre Fortrose y Kaka Point se extiende la adorable región de Los Catlins, repleta de llanuras y lomas verdes, de cunetas sonrosadas, palmeras y arboledas por todas partes, ofrece la clásica estampa bucólica y pastoril de las granjas, sólo que al modelo Bonanza, abriéndose al visitante en su entrada mediante grandes letreros de madera bautizados a fuego donde inscriben el nombre de la propiedad. En alguna ocasión pudimos entender que sería posible observar cómo adiestraban a los perros conduciendo a las ovejas por terrenos complicados, porque observamos un hoyo donde se trabajaba con los animales en plan entrenamiento o como una atracción turística. Fue a partir de Waipapa Point donde las carreteras se coinvertían en pistas que te aproximaban al mar, ofreciendo majestuosas panorámicas de la costa. En Slope Point, a escasos diez kilómetros, podías divisar ya una costa escarpada que permitía contemplar la enorme bahía de Curio. Sin embargo fue en el Bosque Petrificado donde tuvimos acceso a dos encuentros en la segunda fase de lo más entrañables. Digo en la segunda, y no en la tercera, porque no existió realmente comunicación. Me refiero a los animales salvajes (leones marinos y pingüinos) con nosotros.

    Íbamos a contemplar los escurridizos pingüinos de ojo amarillo y nos encontramos con una excursión escolar bastante vocinglera que había tomado la Reserva Científica del Bosque Petrificado. La costa, a la que se accedía por una escalera metálica, era muy pedregosa y acantilada, sembrada de arrecifes y con algas bastante potentes, algunas de ellas, entre los riscos, daban la impresión de ser neumáticas, gomosas, como mangueras de colores ocres, rojos y anaranjados. Accidentada por las piedras, la costa sin embargo conservaba protuberancias de todo tipo, debidas, al parecer, según cuentan los estudiosos de la materia, a que en un pasado remoto debió estallar un volcán cubriendo de lava todo un bosque, dejando tan sólo los tocones petrificados entre las rocas. Buscábamos al pingüino de ojo amarillo cerca de los arbustos, donde anidan, y nos costó encontrar a uno que venía del mar y en una regata ligera se encaramó de un salto al arrecife y continuó su camino a brincos buscando su casa. Las autoridades aconsejan que se guarde una distancia mínima de diez metros con los animales, que a ser posible no se invada su espacio vital y, en caso de encontrarse con focas o leones marinos en la playa, que no te interpongas en su trayectoria cuando va hacia el mar, porque lo interpretan como un desafío. El mar es su lugar de escapada, donde se sienten más cómodos.

    Sólo apareció el primer pingüino, y el único de la mañana cuando toda la chavalada se había largado y entonces, de una manera excepcional, surgió delante de mis narices, a escasos quince metros de mis barbas -esta mañana no me había afeitado- un maravilloso ejemplar de león marino, saliendo del agua poco a poco, sin complejos pero tomando sus precauciones y de forma muy pesada fue subiendo por las rocas ayudándose de sus aletas traseras. Nunca hasta ese día había tenido tan cerca a un animal de esas características, sin cercas ni vallas, frente a mis ojos, sin ningún impedimento. Fue una sensación de libertad extraordinaria.

    En Europa, y menos aún en las costas mediterráneas, un encuentro así es imposible. Guardando las distancias me entretuve un curiosear su actitud. Por lo visto debía acercarse a la costa con el propósito de tomar el sol o hacer un descanso antes de continuar su trayectoria, y aunque no había ni media docena de personas en ese instante en las inmediaciones, debieron de parecerle demasiadas, así que no duró en la zona ni un cuarto de hora. Tal y como vino se fue.

    Continuamos la ruta pasando por Waikawa desde Teatuku Bay, haciendo un alto en su Rest, donde nos encontramos a una pareja -también heterosex- de segovianos que llevaban sólo cuatro días en el país y ya estaban fascinados, hasta el punto de querer abrir un restaurante de cordero asado al estilo de su tierra, quién sabe si en Crhistchurch o en Dunedin. Desde el Rest, una parada de descanso donde hay vistas panorámicas de la zona, pasamos por Papatowai y de allí fuimos a emprender una caminata hasta la cascada de Matai.

    El sendero cruzaba un espeso bosque tropical, con sus pongas y arboledas. La cascada tenía un aire romántico, estilo Monasterio de Piedra pero en salvaje, y subimos desde allí a la cascada de la Herradura, que es la misma que la anterior, sólo que unos metros más arriba. De esta forma hicimos un poco de hambre y al pasar por la localidad de Owaka paramos a comer en una especie de posada, en plan Heritage, con sus flores del lugar en cada mesa, herramientas de la zona colgadas en la chimenea, desde serruchos a ruedas a fotografías en blanco y negro. Un garito con cierta solera.

    Opíparamente alimentados, partimos hasta Kaka Bay - la bahía de las cacatúas, entiéndase- donde la arena es finísima y la ausencia de personas salta a la vista. No estamos aún en temporada de bañistas. Es, para hacernos una idea, como si nos hubiéramos presentado en un marzo fresco y ventoso, donde apetece estar al sol pero a reguardo del aire, así que cruzamos a Nugget Point desde allí para acercarnos a la Reserva Científica de la zona, donde puedes ver pingüinos y focas. Vimos un ejemplar de cada. El pingüino nos costó más. Tuvimos que acechar desde un alto, preparado a tal efecto por los naturalistas, desde donde se podía atisbar a los animales. Fuimos a la mejor hora, según dicen, a eso de las cuatro y media de la tarde, cuando los progenitores vuelven de pesca a su "domicilio conyugal" , pero sólo pudimos ver a uno de ellos, y además en sentido inverso, es decir, saliendo del nido, entre la espesura, y zambulléndose en el mar. La foca nos salió al camino por la carretera, al fondo de un cortado, así que tuvimos que aparcar en la cuneta para echarle el ojo encima.


    Llegamos a Balclutha a las cinco y media, atravesamos Milton y Waihota y nos plantamos en Dunedin, donde tenemos previsto hacer dos noches, la de hoy y la de mañana. Dunedin es una ciudad muy bien plantada, kilométrica en extensión y que se asienta al sureste, frente a la península de Otago. Hay varias agencias que se ofrecen para llevarte a ver pingüinos, leones marinos y toda la fauna del lugar, tal vez sea la oportunidad de verlos algo más de cerca. Igual hay suerte y en estas jornadas me hacen por aquí unas gafas de urgencia. Las que compré por menos de veinte euros al cambio son de vista cansada y aunque salvan la escritura y la lectura, es evidente que, si no me doy cuenta, las empleo también para la media distancia, lo que me produce tontos dolores de cabeza y algún que otro coscorrón. Si todo sale bien igual hasta me las cubre el seguro. Escribo estas líneas en la furgona, asiento del copiloto, mientras Helena duerme en el camastro de atrás y la lluvia reaparece golpeando la chapa del techo y resbalando por los cristales. Va siendo hora de acostarse. Mañana será otro largo día de emociones en las Antípodas.