Lo que queda en el tintero
Crónicas
© Sergio Plou
domingo 2 de noviembre de 2008

   Caí en la cuenta después, cuando me enteré por su blog de los libros que estaba leyendo y me surgió la duda.  No le había preguntado al respecto, ¿es que no sentía el más mínimo interés? Ni se me cruzó por la cabeza, lo reconozco. Incluso me dejé llevar por la idea de que las lecturas podrían ser una actividad tan íntima y casi obscena para mí que resultaría impúdico cuestionar a nadie sobre semejantes aficciones. Pero enseguida comprendí que estaba tratando con una estrategia lanzada desde mi subconsciente con el propósito de sabotear un análisis certero. ¿Cuál era la causa? Todavía me lo estoy preguntando. Sólo recuerdo que dejé caer entonces con un ligero abatimiento la barbilla entre las manos y que mis pupilas huyeron de la pantalla hasta encontrar refugio en el techo. La vista, una vez instalada allí, se dispuso mecánicamente a buscar muescas e imperfecciones en la superficie de la escayola. Es un acto reflejo, un subproducto de la deformación profesional. Sabedor de que ni siquiera los moldes pueden reproducir copias exactas, ciertos oficios se han especializado en hallar defectos de fábrica. Encontré el fallo en las junturas, inapreciable a simple vista pero detectable mediante la inequívoca prueba de la lupa. ¿Me enfrentaba a un craso error o a un error de bulto? ¿Se generaba en cadena? Y de ser así, ¿lo hacía por exceso o por defecto? Me subí al ultimo peldaño de la escalera metálica, la que guardo junto a la ventana para cambiar las bombillas que se funden, y con los mofletes bien pegados al yeso, entre la cuarta y la quinta losa, cerca del último grupo de figuras octogonales destapé una chapuza ridícula pero persistente, pues se iba repitiendo a lo largo y ancho de toda la techumbre. Fue la proximidad entre mi propia azotea y las viguetas del entresuelo la que, siendo benevolente conmigo mismo, me hizo descubrir en el entuerto un error accidental. ¿No era un error fabuloso que, al ras de mi carácter, estuviese naciendo un sujeto egoísta? ¿Me faltaba un hervor o la crisis de los cincuenta se había presentado antes de tiempo y sin avisar? Quién sabe, la introspección irrumpe en nuestra rutina igual que un fenómeno meteorológico.
   Quien haya sufrido algún episodio de ansiedad se habrá sentido incapaz de realizar un pronostico certero. La natural tendencia al anticipo de una borrasca emotiva provoca que, en las relaciones más sencillas, los ansiosos desplieguen un rádar intaladrable a los meteoritos aunque muy útil a la obsesión. La saliva, el aliento o las palabras que inducen a la calma, rebotan en cambio contra su escudo igual que luciérnagas ciegas. Dicen que para hacer mella en la coraza de un ansioso es menester toda una vida dedicada al estudio, y los hay que ni aún así conciben la proximidad de un pacífico anticiclón de propiedades calmantes. Sacudí un par de veces mi conciencia con el cilicio de estas cuestiones y dispuse, mientras bajaba de la escalera, que tampoco era para tanto.
   Llegué a esta conclusión capturando una imagen que suele apaciguarme. Cogí un mazo imaginario de naipes y barajé la pregunta de nuevo. El entrechocar de las cartas tiende a relajar mi pensamiento aventurando opciones de cambio fortuito, las mismas que nacen cuando repartimos la fortuna mediante el azar. La casualidad nos permite así contemplar, desde una óptica diferente, la moraleja de una situación que tiende a repetirse. Igual que aprenden los macacos bajo la clásica fórmula de adquirir experiencia acumulando errores, los ansiosos contabilizan sus fallos a posteriori, cuando fuerzan la vista para descubrir un mensaje encriptado. ¿Y si hubiese un comunicado oculto?
   Coloqué al trasluz la pantalla del ordenador. Por un momento pensé que de esta forma se proyectarían en el cristal un puñado de letras escritas con zumo de limón. O que en el peor de los casos se iba a deslizar desde la barra espaciadora un cuadro sinóptico. Agitando el monitor quizá se desprendiese del título una pegatina, la que suele adjuntarse a modo de instrucciones cuando se presenta un trabajo a punto de rematar. Dicen que, con el propósito de explicar los entresijos más enredados del texto, hay individuos que complican doblemente la tarea de comprenderles.... Pero no ocurrió nada. Lo único que comprendí es que me gusta leer entre líneas, y que además no puedo evitarlo. Desconozco si esta costumbre se ha convertido en una enfermedad o es cierto que las personas deslizan notas al margen, dejan caer asteriscos y llamadas a pie de página, cifran los documentos e incluso elaboran bibliografías sobre cualquier párrafo intentando poner coto a las malinterpretaciones. Supongo que, maniobrando de esta manera, no reflejan otra sensación que las serias dificultades que presentan a la hora de resolver sus propios equívocos. Todos hemos escrito alguna poesía y hemos soltado en ella, junto a piropos ensartados con mayor o menor gracia, las confidencias que iban naciendo en el acantilado de nuestros más lujuriosos deseos. Pero lo más normal es que nos acerquemos a nuestros semejantes con el único fin de comunicarnos. Estaba leyendo en el blog los libros que mi amiga llevaba entre manos y aunque no le había preguntado al respecto, es verdad que en ningún instante hablaba de tal asunto. Al contrario, sólo ponía de manifiesto sus lecturas. Entonces comprendí lo obvio, que el trabajo le estaba sentando bien y que aprovechando estos días lluviosos tenía ganas de enzarzarse entre aquellas páginas.

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