El Cuaderno de Sergio Plou

      


martes 23 de agosto de 2011

Las bajas presiones




    Escribo bajo un platillo volante en tierras leonesas, justo al lado de la carretera nacional que se encamina hacia Astorga, desde el albergue municipal de un pueblo del que no recuerdo su nombre pero en el que me han servido un par de huevos fritos sin pan. Por lo visto no ha pasado el panadero, cosa esperpéntica en el páramo leonés, donde no se cultiva otra cosa que trigo, así que las patatas al alioli tampoco iban acompañadas de ese cereal tan típico del mediterráneo europeo si bien, a mitad de comida, ha tenido el placer de morir en ellas una mosca, lo que acabó con mi apetito. El platillo volante está fijado al suelo mediante una columna de hormigón obligándolo de este modo a interactuar con todo el pueblo como un depósito de agua. No sé aún si en su cúspide mora algún extraterrestre, pero hoy nos ha adelantado por la carretera un peregrino indistinguible, a mi nulo juicio, de un vulgar vagabundo ciudadano, pues empujaba un carrito del súper, circunstancia que ha provocado cierta perplejidad entre la recua de romeros que continúa su devoto viaje hacia Santiago. Cada vez se ven menos beatos y fundamentalistas sobre el terreno, supongo que se los habrán llevado a todos con el señor Ratzinger, una vez que ha terminado su bolo por la capital del reino al que llaman Spain.
   
Palacio de Los Botones, de Gaudí y Vidrieras de la Catedral

   
Estatuas leonesas

Cuevas en Trobajo, León.

    Venimos trayendo la lluvia, o la «chuvia», como dicen en León, cuyas gentes no se sienten castellanas, según rezan las pintadas que decoran sus casas de adobe nada más abandonar la provincia de Palencia. El idioma de sus pobladores tiene cierto parecido con la fabla aragonesa, aunque está salpicado de voces gallegas y bables asturianas. A medida que nos aproximamos a la Maragatería se percibe lo cátaro, heredero de los antiguos cristianos que tuvieron que huir de los papistas atravesando los Pirineos. Nosotros, sin persecuciones ni masacres, enviamos de vuelta a Zaragoza la mochila vieja de mi compañera, que pesaba como dos o tres de las que fabrican ahora, que son de nailon y fibra de vidrio.

    Por mi parte, me aprovisioné en León de un bote de silicona, que ahora me acompaña durante el trayecto hacia Finisterre (a unos 375 kilómetros de aquí). ¿Para qué necesito la silicona? Para arreglar mis botas, en cuyos tacones se han ido abriendo unos caprichosos agujeros por donde se cuelan hasta mis talones piedras, guijarros y gravillas que me animan a ver la Vía Láctea a plena luz del día. Pensé en colocarme un corcho, un pedazo de llanta, un envoltorio de magdalena, un chiclé fosilizado o una boñiga de vaca, pero finalmente opté por la clásica silicona que se emplea en las junturas de los baldosines del cuarto de baño, las que se pincelan después con el llamado «blanco-España» y que tras veintiséis kilómetros (entre la ciudad de León y san Martín del Camino, por fin recuerdo el nombre de esta bendita localidad) no se distinguen ya de la suela original de mis botas, supongo que debido al barro, lo que me induce a calificar su compra de rotundo éxito.

    Dedicaré la tarde al reviente de ampollas y a la aniquilación de moscas, tareas intelectuales donde las haya. Aparte de un juego de la oca y varios manojos de cartas desparejadas no cabe otro desarrollo cultural. En el barracón donde estamos alojados he contado cuarenta y cuatro camas, dispuestas en literas de a dos, donde apenas echan la siesta la mitad de sus huéspedes. Parece que los nativos de la comarca todavía no han disfrutado sus fiestas mayores, porque discuten abiertamente desde la acera contigua sobre las zagalas que podrían alcanzar este año el noble título de reina de las fiestas. A menos de treinta kilómetros de León, el panorama ha cambiado bastante. Ayer intentamos visitar el anfiteatro romano de dicha ciudad y unos lugareños nos dijeron que ni ellos mismos habían logrado verlo, porque se encuentra enterrado bajo una vivienda, sin embargo son dignas de contemplar sus murallas, las vidrieras de su catedral y el palacio de Los Botones, obra de Gaudí, que hoy es propiedad de una entidad financiera. Despido esta crónica en mi camino hacia Finisterre con la cabeza como un bombo debido a las bajas presiones. Ya tuvimos el placer de sufrir una indescriptible tormenta durante la noche que pasamos en El Burgo Ranero, donde estuvo tronando hasta bien entrada la madrugada. Los nublados hacen más fácil la caminata. Atravesar el páramo leonés a pleno sol sería un castigo ejemplar para cualquier agnóstico. Menos mal que mañana llegaremos a Astorga, la cuna de los Panero, surrealismo profundo a las puertas de Ponferrada y su mítico puerto de Foncebadón, de casi mil quinientos metros de altura, la prueba definitiva para mis parches de silicona.