La sopa primordial
miércoles 1 de julio de 2009
© Sergio Plou
Artículos 2009

    Tras la estúpida tormenta veraniega de ayer, me he levantado hoy con la resaca de un sueño inmaduro y con la sensación de estar reconociendo el terreno. No había un charco y la alerta amarilla, dictada por la socarrina reinante, continuará hasta el sábado, jornada en la que según presumen los meteorólogos reaparecerá el cierzo. La gente, todavía enajenada, se desplazaba por las aceras con otro aspecto, como si las cuatro gotas que han caído pudiesen nivelar las ojeras. Y prosiguiendo las obras en mi calle, justo en mi ventana, he de reconocer que escribo bajo los efectos del gas ciudad y del martillo neumático, en cuya yuxtaposición lo mismo se adivina una desgracia que la rotura del tímpano, siempre agradable cuando estás a punto de cometer un asesinato o colgarte de la cisterna del retrete.
    A Junior, el autor de este suplicio, le importa un carajo lo que piense el vecindario, bastante tiene con meterse caña en medio de la canícula. De veinte tacos y surtido de tatuajes, está defecándose en todas las vírgenes y los santos que se le ocurren mientras va colocando, a duras penas, un voluminoso tubo retráctil y encarnado dentro del pozo que abrió ayer junto a la cabina telefónica. A estas horas su camiseta negra de tirantes está perlada de sudor. El sudor se mezcla con la arena, el polvo y el ruido creando una sustancia pegajosa que tiene la virtud extraña de inflar todavía más su desarrollada musculatura, esa cadena montañosa por donde se extienden varias cicatrices, una cinta de cuero flexible y dos esparadrapos. Hace media hora se ha detenido un instante para ingerir de un solo sorbo un litro largo de agua mineral, encenderse un pitillo y charlar quince minutos con el encargado. La conversación giró en torno a Michael Jackson y «el mejor empleo del mundo», convenientemente regada de «cos» y «hostiaputas»,  aludiendo a la chicharrina inaguantable y volviendo de rato en rato «al asunto» de tomar medidas y previsiones respecto a la faena. El tema de Michael Jackson, que es la comidilla universal, lo sacó el encargado, un tipo enjuto y de camisa a cuadros abierta hasta la pechera, en cuya boca, mientras largaba, se iba moviendo un mondadientes. Al fulano le parecía una alucinación que un chaval de tanto porvenir hubiese terminado más pobre que una ladilla, con unos hijos que no son suyos, con una madre de las criaturas que ha resultado no ser la auténtica y descubriéndose que el padre no es el mismo bailarín, sino al parecer su dermatólogo, un zutano sin principios. El encargado, que se llama Juanjo, intentaba mediante esta cháchara, aconsejar al joven Junior (valga la redundancia) de que se echara una novia decente y se fuera olvidando ya de tocar la guitarra, que el artisteo no ofrece otra cosa que disgustos.
    El mozo, no dándose por aludido, sacó a colación que a él, en realidad, lo que le hubiera gustado es ganar el concurso del «mejor empleo del mundo». No le habría importado pasar un tiempo en una isla australiana, echando fotos y contando en Internet que era una preciosidad vivir allí, bajo un cocotero y dando de comer a los peces. Sobre todo si te pagan cien mil euros por perderte durante medio año en el quinto pino, «co» —y a cuerpo de rey—, lo que vienen a ser unos dieciséis mil y pico al mes. «Hostiaputa». Y todo, «co», por sacarte los mocos a la orilla del mar. A Juanjo, semejante noticia, le hizo juguetear de manera inconsciente con su alianza de casado. Jamás se le hubiera ocurrido que nadie pudiese pagarle a otro con el propósito de que fuera dando tumbos por una isla igual que Robinson Crusoe. Pero no supo discernir si las ilusiones del chaval que regresaba a la zanja eran un avance o un retroceso para su crecimiento personal.

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