La pérdida del equilibrio
Crónicas
© Sergio Plou
miércoles 5 de marzo de 2008

    En las apasionantes obras que se efectúan en la ortopedia de al lado, donde tan ricamente trabajan a diario e incluso festivos tres gruesos señores de procedencia transilvana, se producen todo tipo de ruidos que sobrepasan en decibelios a los de cualquier cantera, circunstancia que me ha conducido al éxtasis mediante un error ajeno a mi mermada voluntad y nulas ganas de polca. Cuando me encontré esta mañana en la puerta una nota manuscrita perpetrada por uno de los teleñecos, concretamente por el vecino de arriba, garabateada en un papel encerado y ajustada después a mi cerradura gracias a una doblez, me temí lo peor. Caligráfica y sintácticamente incomprensible en todos sus renglones, auguraba al final del aviso y muy cerca del teléfono de contacto, al que por cierto le faltaba un dígito, lo que cualquier ser humano en pleno discernimiento calificaría de un peligro inminente y que rezaba de tal guisa: " Si hace uso, podría caer abajo". Concreto y contundente, es lo único que entendí del mensaje. El resto, es decir, las extrañas alusiones al techo y al suelo, sin determinar con exactitud si se referían a mi suelo o al techo del sótano, y las referencias al dueño del inmueble, sin concretar a qué propietario se refería el firmante de la nota, produjeron en mi subconsciente una dubitativa reflexión. La idea de "hacer uso", sea lo que fuese, mediante un disfrute, manejo o servidumbre, siempre me sonó antigua y por lo demás una expresión estúpidamente ligada al matrimonio eclesiástico. Por otra parte, el concepto de caer hacia otro lugar que no fuera descendente me resultaba propio de galaxias lejanas, muy futurista. Aunque desconozco si se incumplen las leyes de la gravedad en Andrómeda y los elementos, por lo tanto, serán susceptibles allá lejos de desprenderse del suelo hacia arriba, se me antojó en extremo descorazonador que el mero hecho de utilizar Dios sabe qué instrumento me condujera irremisiblemente al batacazo, el derrumbamiento o la precipitación a los abismos. Supuse pues que caer significaba literalmente dar con mis huesos en el sótano. El sótano es también propiedad de la ortopedia, de modo que igual podrían colocarme allí una faja o un brazo articulado, según la dolencia, pero a tenor de las obras entendí que no hallaría en mi vuelo otro colchón que una hormigonera, cemento y cascotes, todos dispuestos de canto o con extremos lacerantes para propiciar no sólo mi despellejamiento sino también una muerte lenta pero eficaz. El asunto estribaba en adivinar dónde se encontraba la prohibición de uso. ¿Qué era aquello tan peligroso que su mera utilización produciría una hecatombe?
    Me dispuse en el centro de lo que la ministra de vivienda dibujaría como mi "solución habitacional", que no es otra cosa que un entresuelo sin paredes. Rememoré lo ocurrido hace cuatro o cinco años, cuando tuve que abandonar el domicilio porque el suelo estaba devorado por las termitas, y casi me pongo enfermo. Pensé también dónde podría sentir mayor desprotección, si en la cama, en el sofá o friéndome un huevo, y en seguida llegué a la conclusión de que el váter, sin lugar a dudas, sería el espacio perfecto del que no podría hacer uso so pena de fenecer en el intento. Así lo interpreté hasta que escuché al teleñeco rumiando adverbios por el rellano y me decidí a interpelarle por el dígito que faltaba en su teléfono de contacto. Al cabo de un par de horas, pues hubo de salir a la calle sacudiéndose el parkinson para encontrar el número completo, cifras que tendría que sonsacar a un empleado de la ortopedia de guardia, sita por lo demás en el paseo de Sagasta, regresó de nuevo al edificio con el móvil bien pergeñado y pude telefonear por fin al dueño del inmueble que, compungido e irónico, me comentó que no era yo el afectado sino el vecino del principal. De modo que respiré con alivio aunque visiblemente inquieto. Había tenido tiempo de hacer mis cálculos diferenciales al respecto de la obra que se me avecinaba. Supuse que podía aprovechar el deterioro que sin remedio iba a producirse en mi salud mental para convertir mi ridículo baño en un territorio salubre y mínimamente espacioso. Incluso tuve la oportunidad de hacer una serie de abigarradas premoniciones, entre las que cabe destacar una horripilante invasión de cucarachas. Todo fue en vano. Pero ahora, cada vez que entro en el baño, no consigo quitarme de encima la desazón de un mareo incipiente. Una ligera pérdida, similar al vértigo, se produce ante el retrete magnético en mi sentido del equilibrio.

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