El Cuaderno de Sergio Plou

     

jueves 3 de diciembre de 2009

Kauris gigantes y playas kilométricas

Explorando las tierras maoríes
Desde Pukenei a Baylys Beach, por Kaitaia y Herekino
Atravesando Kohukohu y en ferry a Rawene. El Tane Mahuta.












    Estamos en las últimas jornadas. En un par de días volveremos a Auckland para entregar el coche, que se está quedando sin bautizar, aunque funciona a las mil maravillas, y si apalabramos el vuelo saldremos hacia las Islas Cook, dominio neozelandés en la Polinesia. Este archipiélago goza de autogobierno y moneda lejos de la metrópoli, se trata de un paraíso fiscal, pero nuestro destino aún está demasiado verde y por determinar en cuanto al viaje.

    A eso de las ocho y media, tras un desayuno frugal, consistente en café y tostada —té para Helena—, hemos salido de Pukenui, tras echar un vistazo a su bahía, con el propósito de visitar la playa de las 90 millas. Una playa enorme, desierta, a la que se tiene acceso directo y sin restricciones y que muchas veces es recorrida por los 4x4 de una punta a otra. También es fácil ver quads. Todo es muy silvestre por aquí. Nadie se mete contigo, es de entender que ya sabes lo que haces y que, entre otras cosas, te llevas tu propia basura a casa. No hay papeleras por esa misma razón, porque se da por sentado que te llevas tus mocos al sitio adecuado, así que rara vez te topas con una bolsa de plástico, tan siquiera una colilla.





    Para llegar a la playa de las 90 millas, atraviesas un espeso manto forestal de podocarpos y kauris, todos bien apretaditos y formando un nutrido bosque: el Aupouri Forest. Varios kilómetros de pista forestal te adentran en un pulmón de árboles grandiosos, repletos de pájaros, que ofrece un camino amplio hasta una nueva formación de monte bajo, a modo de brezales, donde espontáneamente te topas con el mar a palo seco, sin anuncios ni señales, y de belleza radiante.

    La domesticación de la naturaleza se da en Nueva Zelanda de manera muy delicada. Salta a la vista que hay grandes zonas de tala y también de repoblación. En esta región he llegado acalcular que pueden salir treinta tráilers diarios cargados con madera de kauri y sin embargo la riqueza forestal sigue siendo impactante. Deslumbrados por el bosque apenas nos queda aliento para extasiarnos con el mar, una playa kilométrica, desproporcionada y desierta.

    Ves venir un vehículo al fondo, en el horizonte, y al cabo de un rato cruzo por tu derecha y sigue playa abajo hasta perderse en la lejanía. Es la Nueva Zelanda salvaje, agreste, libre y cuidadosa, abierta y desmelenada, la que puedes hallar donde vayas. Aquí vale todo lo que no está prohibido de forma taxativa, pero exige decoro y cuidado en los gestos, cierta prevención.

    Un espectáculo que resulta impensable en Europa, aquí es de lo más corriente. Nos congratulamos una vez más de haber venido en esta época del año y no en un verano multitudinario, tal vez entonces lo que ahora parece corriente sea doloroso para la vista, cuando sean cuarenta los todoterrenos que circulen por la playa y se masifiquen las zonas más turísticas. Con incredulidad y desconcierto, arrullados por los árboles y los pájaros, hemos desandado nuestros pasos por el bosque hasta alcanzar la carretera y de allí hemos salido hacia Awanui por Paparore, con el propósito de tomar la carretera de Herakino y cruzar el Raeta Forest, un bosque bajo, donde se encuentra Broadwood, la localidad que conecta con Kohukohu para tomar el ferry a Rawene.


    No hemos logrado entrar en el buque por un sólo minuto. A la una y un minuto partía el ferry y hasta las dos no salía el siguiente, de modo que hemos aprovechado para almorzar en el muelle del Hokianga Harbour, donde nos hemos preguntado -sin respuesta lógica- por qué no construyen un puente entre ambas orillas.

    A las dos estábamos embarcando y en un viaje de apenas cinco minutos, en oblicuo, para encontrale un sentido al trayecto, hemos atracado en Rawene y puesto rumbo hacia Whirinaki. Si en Kohukohu, el Harbour daba lugar a manglares, en Omapere da lugar a una desembocadura silicea, de arena fina y dunas como las de Te Paki. La salida del Hakitanga se estrecha hasta formar una ría que acaba en el Mar deTasmania, formando una herradura de piedra en su costa oriental, por detrás de la loma, como creada por un peine gigantesco. Lo aprecias al subir la montaña, al inicio del Waipoua Forest, santuario maorí donde se esconden los kauris gigantes y milenarios, los más viejos del país. Desde el primer cerro, en un alto próximo a dos crestas que parecen de orígen volvánico, se contempla el Hokianga Harbour en todo su esplendor antes de salir hacia Waimamaku.





    La carretera es fabulosa, y no precisamente por su trazado. Paulatinamente se torna más y más frondos, se va cubriendo de helechos enormes, que dejan caer sus raíces sobre la calzada, de los pinos locales, que son los podocarpos, y poco a poco aparecen los kauris, con su corteza característica y sus delicadas raíces superficiales, elevándose majestuosamente a dos palmos escasos del asfalto.

    Íbamos buscando el Tane Mahuta, que aparecía en el mapa que nos acompaña desde el inicio del viaje por estas tierras y que ahora, de puro usado, se encuentra pegado con cinta adhesiva para que no se acabe de romper en mil pedazos. Temíamos que no apareciera debidamente señalizado o que nos equivocáramos en el trayecto.

    No es la primera vez, y supongo que no será desgraciadamente la última, que acabamos dando la vuelta en la cuneta o resolviendo a marhas forzadas para recuperar nuestra posición correcta. La manía local de indicar las carreteras con nombres, como si fueran calles, y darlas a conocer mediante un poste que, hasta que no te los has pasado de largo, resulta ilegible según la dirección de la marcha, puede hacerte perder un tiempo valioso. Sobre todo en intrincadas carreteras donde es difícil dar marcha atrás y gozando en sus alrededores de tan espeso manto arbóreo.

    Desconozco el número de kilómetros reales que hicimos hasta que, a punto de regresar al punto de partida, por si acaso hubiéramos pasado por alto una ínfima indicación, y estirando el cuello entre la maleza como íbamos, forzando una tortícolis o que se nos cagara un pájaro por la ventanilla, dimos con un cartel que auguraba el éxito de la excursión.


    Entusiasmados por el próximo encuentro bajamos del vehículo y nos internamos en el bosque de pongas y podocarpos por un camino entabillado de madera. A la entrada, las indicaciones maoríes, en inglés y en la lengua nativa, que suena semejante al vasco pero con dejes en inglés, se nos advierte una vez más que estamos en un lugar sagrado. Que caminemos despacio y con cuidado, porque las raíces de los árboles son delicadas, y nos ruegan que no transformemos el paisaje. A cuatrocientos metros de la misma, en un claro del bosque, abierto de forma artificial para permitir una parada en el trayecto, se entrega de pronto al viajero el árbol más venerable de Nueva Zelanda, el Tane Mahuta, de más de 1.200 años de antiguedad.

    Sumergidos entre los helechos y respirando aire puro, húmedo y tonificante, la presencia enorme del Tane Mahuta, dios padre de los maoríes, de casi veinte metros de circunferencia en su tronco, te deja boquiabierto. Es una reliquia viva, un colosal pedazo de historia que sigue creciendo justo ahora, cuando os escribo estas líneas, en la madrugada neozelandesa, la hora de comer para vosotros, en mitad de un silencio tan mareante que puedo escuchar cualquier ruido. Como el que producen los animales en la maleza contigua a la cabaña donde pasamos la noche, en BayLys, cerca de Dargaville.

    También puedo oír el rugido del mar, que viene de la playa solitaria que tengo a mis espaldas, a menos de un kilómetro. Puedo ver la Luna llena y la Cruz del Sur, nítidas como cristales refulgentes delante de una bombilla. Estoy en Nueva Zelanda, perdido en las Antípodas, mientras el sur del mundo duerme y el árbol más grande del país sigue creciendo, oculto y poderoso todavía, en medio de un bosque colosal.