El Cuaderno de Sergio Plou

      

miércoles 23 de marzo de 2011

Hierro 3




  Una señora tan bregada en la política, que incluso es capaz de utilizarla en su propio beneficio sin terminar en los juzgados, merece ser escuchada con atención. No tiene un pelo de tonta. Con los tiempos que corren, ostentar un cargo público sin mancharse las manos es una tarea harto compleja. Cuando se maneja tan excelente herramienta para sanear las finanzas familiares, hay que comprender que no todos los concejales, diputados y demás próceres saben nadar y guardar la ropa al mismo tiempo —el caso de La Muela es paradigmático al respecto— de modo que, cuando esta dama tan conocida abre la boca ante los micrófonos, yo suelo acercar la oreja y pillar las gafas para escuchar con delectación sus palabras y leer después muy detenidamente lo que acerca de ella se escribe en los medios de incomunicación.

  Ahora que la honradez, la humildad y la entereza cotizan a la baja, nos conviene aprender de nuestros líderes. Por sus hechos los conoceréis, ya saben, y siendo esta señora experta en forrarse el riñón, amén de una lince para los negocios, es de agradecer que se ofrezca al mundo tal cual es: un ejemplo infalsificable. Exitosa en las finanzas sanitarias de su comunidad —menguantes e ineficaces— y proverbial en su antipatía, a falta de vergüenza suele hacer gala de una ambición digna del más preciado entre los sátrapas, por lo que me resulta tan admirable su destreza en la demolición como su afán por el acopio. Sería necio por mi parte no caer de rodillas.

  Una vez a los pies de nuestros ídolos de barro he ido aprendiendo que hay que tomar notas mientras se nos va cayendo la baba, es un consejo que recibí hace décadas y que ahora regalo gratis a todos aquellos que quieran trepar con los nuevos gobernantes que surjan tras las próximas elecciones. Son muy suyos y no debemos contemplarlos como a héroes ni heroínas, son brújulas, tamagochis, catecismos con patas que alegremente nos aleccionan sobre los viejos y lucrativos chanchullos del siglo XXI, cada vez más parecidos a los del XIX. Ya saben que donde hay crisis nace una grieta para la oportunidad. O para el oportunismo, que es el primo del expolio.

  El pasado lunes, sin ir más lejos, la jefa de la que hablo comentó que los poderes públicos tienen «la obligación de impulsar la práctica del golf». Desconozco dónde lo habrá leído, pero es brillante. A mí, un completo negado para los deportes, me pareció una genialidad, aunque no me explico cómo a los dueños de Gran Scala o a los dirigentes del PAR pudo escapárseles un alumbramiento tan sencillo y al mismo tiempo tan elegante. Hizo sus declaraciones mientras inauguraba los dieciocho agujeretes de la finca de El Ecín, en la comunidad madrileña, un espacio rural que hasta ahora se dedicaba a proyectos de investigación y desarrollo en el ámbito agropecuario y que a partir del lunes convirtió como por arte de magia en un flamante complejo deportivo, cuya explotación regentará durante medio siglo un negocio privado bajo el nombre de Club de Campo del Este. No hay comparación posible entre crear un campo de golf o mantener una granja, sobre todo si ésta última se empeña en estudiar los recursos genéticos de las vides en peligro de extinción, tarea a la que nadie en sus cabales dedicaría un nanosegundo.

  Entre volver a la épica del ladrillo o continuar la siembra de verdín, es más práctico regar el césped. Además, en cualquier instante, si regresa la época dorada de la construcción sin límite, ya estarían hechos los campos de golf y sus respectivas tomas de agua, tan sólo sería cuestión de edificar alrededor. Este tipo de ideas te pone las pilas, de hecho dan ganas de agenciarse un palitroque y subir a la azotea con una pelotilla blanca para lanzarla hasta donde los músculos den de sí, que no iba a ser demasiado lejos. Basta con ejercitar un poco los brazos para caer en la cuenta de que se podrían convertir las riberas de La Huerva en un minigolf. Un minigolf privado, por supuesto. Lo único que me hace falta para lograrlo es conseguir un escaño en alguna parte. Entonces podría afirmar, sin riesgo a equivocarme, que los poderes públicos tienen la obligación de impulsar la práctica del minigolf. Sería una obligación autoimpuesta sobre un poder público muy definido: yo. Cambio proyecto público de I+D por campo de golf privado, la publicidad corre por cuenta de la administración. ¿Qué más quieren? Sencillamente imaginativo, prodigioso. ¿Porqué hemos de sufrir una granja pudiendo jugar al golf? Además, ¿porqué jugar gratis si podemos gozar pagando? En esta curiosa línea de acción se manejan muchos de nuestros jefes ahora. Lo privatizan todo en manos de amiguetes, desde un hospital a una piscina, y encima nos hacen creer luego que funcionará mejor. No hay nada como un producto de calidad a manos llenas. Iniciativa en estado puro. «Cash».