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Crónicas
© Sergio Plou
sábado 26 de enero de 2008

   A nadie le agrada dar malas noticias. Tenía previsto escribir hoy sobre asuntos más alegres, pero la muerte del pasado sábado, con la que acabo de desayunarme hace un rato, me ha dejado frío. Estoy triste porque ha fallecido Miguel Garrido, uno de los mejores maestros de clown de este país. ¿Cómo se dice que ha desaparecido un gran payaso sin que te asalte la congoja? No lo sé. Hace tiempo que no sabía nada de él, y viviendo a tres cuadras de su casa no tiene perdón, simplemente es que no fui capaz de aproximarme a una amistad dolorosa. Que nos diga adiós una persona de cincuenta y cinco años es lamentable. Económicamente no estaba mal, de modo que el calvario que sufrió tras la primera y errónea operación de columna, podía sobrellevarse en cuanto a dinero se refiere. No así en cuanto a la dignidad. Era un hombre ágil, de los que trabajan con el cuerpo y necesitan tener la herramienta física bien dispuesta para funcionar en el oficio. Tuvo la desgracia de ponerse en manos de un médico patán y la recuperación falló por su base. Se sintió terriblemente incomprendido y en aras de entender lo que había ocurrido en el quirófano llegó a obsesionarse. El corporativismo de los médicos hizo el resto. Esta tierra es muy dura a la hora de escuchar las desgracias ajenas, así que Miguel se fue quedando solo. Por lo que me contaba mi compañera sentimental, antes de mantener un diálogo real con cualquier visita necesitaba largar un amplio monólogo. La tristeza que rezumaba le fue alejando de muchas personas, nadie fue capaz de levantarle el ánimo de manera constante. ¿Cómo se alegra la vida a un payaso lleno de vitalidad que no puede ni con su alma? No lo sé. Seguramente escribo hoy para decirles a todos los que no supimos hacerlo que la culpa en este sentido no es de nadie, ni siquiera del gran maestro, al que terminamos huyendo para no contagiarnos de su dolor y de su impotencia. Hay causas y hay personas imposibles de abordar para los artistas sin que nos derrumbemos todos simultáneamente. Muchas veces bastante hacemos con mantenernos a flote. Si la mala suerte afecta a los grandes, hay que ser tan grande como ellos para levantarles del suelo y empujarles hacia delante de nuevo. Y no me refiero al prestigio. Hay que gozar de una energía muy poderosa. Con todo el cariño del que soy capaz le recuerdo mientras escribo, no puedo hacer otra cosa. Me veo trabajando el Punto Cero ante su presencia, de esto hace casi dos décadas, con la naricilla roja atada a las orejas y entonando una canción que yo creía muy simple: la nana de los Cinco Lobitos. ¿Cuántas veces tuve que repetir la escena? ¿Treinta? ¿Cincuenta? Tardé horas en descubrir la verdad infinita que se ocultaba en esa tonadilla maternal. Sólo al final, llorando a lágrima viva y absolutamente desprotegido, logré resultar espontáneo y enternecedor al mismo tiempo. Fue una lección impagable y cuando volví a encontrarme con Miguel, diez años más tarde del instante que acabo de reflejar, no podía creerse que había sido alumno suyo. Consultó sus notas en casa y hablamos de nuevo de aquel ejercicio de improvisación. Que conservase el cuaderno de trabajo de aquellos días me dejó estupefacto. Pero que llegase a recordar ciertos detalles me puso la carne de gallina. Hoy seguramente ya es demasiado tarde como para darle las gracias a un maestro de su talla. Pero ante la tragedia no se me ocurre nada mejor.

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