El Cuaderno de Sergio Plou

      


domingo 9 de agosto de 2009

Fenómenos extraños




  He aprovechado para salir a la cafetería en el momento exacto. Al menos lo he intentado. Eloísa bajaba por las escaleras arrastrando como siempre la pierna y llamó a su domicilio. Utilizó la «puerta de servicio» terminantemente prohibida a las visitas salvo que usaran la contraseña requerida. Lo hizo empleando los nudillos mediante tres golpes rápidos y dos palmadas secas. Lo de secas es una forma de calificar el sonido, porque la chica estaba empapada de unos extraños lamparones. Efectuó los primeros golpes en la zona superior y para percutir los siguientes vi que se agachaba. Hasta entonces había pensado que metía dos pataditas, pero me equivoqué. Las mirillas de ojo de pez, aunque resultan adecuadas para espiar al vecindario, no siempre ofrecen un plano perfecto, sobre todo si tienen más de sesenta años de antigüedad. Eloísa, al agacharse, dejó una enorme bolsa de plástico en el suelo junto a las escaleras y de rodillas en la baldosa aguardó un instante y consultó su reloj de pulsera. Efectivamente. Consumido el plazo de unos quince segundos dio un par de manotazos en la parte inferior del panel. La diferencia sonora era inapreciable, pero mis vecinas gozan seguramente de un oído exquisito.

  Hasta ahí todo correcto.

  Eloísa vestía un traje de neopreno negro bien pegado al cuerpo, estaba llena de gotillones y olía a mil demonios. No era la primera vez que yo asistía al espectáculo, así que tampoco me sorprendió. Desde que me enteré que subía al ático en chanclas y con una toalla al hombro, me pregunté qué diantres llevaría en el capazo de mimbre a modo de bandolera, ¿crema solar?

  Tras dos semanas de arduas investigaciones he de reconocer que mi cerebro era incapaz de imaginar que escondiera allí un traje de neopreno y un rollo de quince bolsas de basura, cada una con capacidad para cincuenta litros. Nunca la vi bajar con el capazo, pero tampoco la vi subir completamente pertrechada para hacer submarinismo. Era una cuestión de lógica. El capazo se quedaba arriba hasta el día siguiente, cuando alguien lo devolvía colgándolo por las asas en el pomo de la puerta.

  Al principio creí que estaba vacío, pero sonó a casacabeles al agitarlo y tras una inspección más detallada observé que contenía una docena de ganchos, similares en tamaño a los que se utilizan en ;las carnicerías. Me dio la impresión de que los artilugios parecían nuevos o que, en su defecto, los habían frotado con lejía hasta que brillasen como la plata. ¿Por qué? Como estaba decidido a resolver el enigma, tuve que reprimir un estornudo. Ibón ya se estaba echando por encima el impermeable cuando abrió la puerta, salió fuera y la entornó suavemente. Llevaba un matavi amarillo.

  A partir de entonces sus gestos serían muy precisos, igual que los de un baile que mis vecinas hubieran ensayado montones de veces. Mientras Eloísa giraba sobre sí misma como una peonza, Ibón la rociaba de arriba abajo con un líquido transparente. El proceso duraba un minuto, así que debía estar alerta. A no mucho tardar le bajaría la cremallera de forma rápida, la coja se quedaría en bañador y mientras su compañera de piso recogía en una bolsa el traje de buzo ella entraría corriendo en su entresuelo para darse una larga ducha. Siempre era así y nunca había averiguado qué diablos se llevaban entre manos.

  El momento ideal para sorprenderlas estaba a punto de ocurrir y un estornudo delataría mi presencia al otro lado de la mirilla. Era domingo y me faltaba oxígeno, en cambio había estado lloviendo hasta la madrugada. Sin cánticos de cigarras ni los angustiosos sudores de noches veraniegas, mi cuerpo se sentía descansado y alerta, pero era tal el tufo que provenía del rellano que me estaba mareando. Tomé impulso y me decidí, era ahora o nunca.

  Abrí la puerta de casa como si nada hubieran visto mis ojos ni olisqueado mis pituitarias. Me sentía preparado a un nivel subconsciente para reaccionar con la jeta de perplejidad más idónea ante el extraño fenómeno que se iba desarrollando en el inmueble desde hace semanas, pero fue tal mi ímpetu en la acometida que pasé por alto lo resbaladizo del terreno, con tan mala fortuna que me vi patinando en un charquillo, haciendo una escalofriante pirueta en el aire y cayendo de cóxis en el suelo. Fue visto y no visto. Las vecinas desaparecieron del rellano dando un portazo, se levantó una inapreciable corriente de aire que cerró también la puerta de mi domicilio y tuve que llamar —con todo el dolor de mi corazón y también de mis nalgas— a los Hermanos Justo, cerrajeros de profesión, que me cobraron setenta euros por la broma. Si ahorro los pormenores es por una cuestión de amor propio. Tomar un café y recuperar el sentido común me llevó un par de horas. Y lo peor es que aún no salgo de dudas.