En blanco y negro
miércoles 5 de noviembre de 2008
© Sergio Plou
Artículos 2008

    Parece ser que el mundo está muy contento porque los americanos han votado a un negro para la Casa Blanca. El Capitolio va a convertirse en la cabaña del tío Tom, el Pentágono en una algodonera y todas las gentes de buena voluntad sonríen de oreja a oreja. Hay que ser un aguafiestas o un petardo para llevar la contraria. Tampoco es un fenómeno nuevo, siempre ha sido así. Los medios de comunicación nos cuentan que hay que ser felices, de modo que existirán razones para reírse. Y bien mirado supongo que es una guasa que el poder económico se haya fundido millones de dólares en apoyar al tipo que les meterá en cintura. El candidato recién elegido así lo confirma ante las masas en su primer discurso, que me he tragado de pe a pa con el ánimo de averiguar de qué pie cojea este mengano.
    Alto y espigado, de herencia keniata, su figura esbelta contrasta entre la recua de políticos que estábamos acostumbrados a ver, los que desde antaño han ocupado la poltrona de los Estados Unidos. De pelo cortado casi a cepillo y ojos negros como el tizón, parece un individuo tranquilo y sólo sus piernas de alambre, ocultas bajo los pantalones, delatan cierta duda en el primer movimiento. Finalmente se aproxima al micrófono y sus manos de pianista apenas lo acarician, se cruzan en aspa y concentran los dedos para construir un salmo, una oración que el público aplaude hasta caer en arrobo. No es estrictamente un padrenuestro o un avemaría, pero me lo recuerda bastante porque Obama adquiere enseguida las trazas de un sacerdote. De hecho, si no vistiera el hábito de la gente formal, chaqueta abierta y corbata bien anudada, camisa blanca que muerde bajo el ombligo un escueto cinturón de piel y delata una cintura de avispa, podríamos endosarle una casulla y le sentaría como un guante. Siento que estoy observando en acción a un auténtico especialista y que dirige su primera bienaventuranza a los cínicos, para que abandonen toda reserva y acepten que ha llegado la hora del cambio. Hay que entregarse a él de cuerpo entero porque la transformación de América y del planeta, a su juicio, no es un trabajo que pueda acometerse de la noche a la mañana. Lo mismo tarda en llegar tres o cuatro años pero como querer es poder y la democracia es un sueño, está condenado al éxito.
    Su eslógan, el mantra que repiten los fieles con las pupilas llorosas —«sí, nosotros podemos»— subraya constantemente su discurso adquiriendo proporciones bíblicas. Gestos muy medidos y asombrosamente delicados, describen su letanía como si quisiera robotizar a la audiencia. Algunas veces había escuchado a retazos las palabras del nuevo presidente pero nunca tuve la oportunidad de sobrecogerme tanto como al oír su retórica, desgranada de principio a fin, sin anuncios publicitarios y televisada desde Chicago, donde celebró su triunfo electoral. Este hombre que resulta hipnótico, me ha metido el miedo en el cuerpo y no consigo sacármelo de encima.

Articulos
Primeras Publicaciones 1990 1991 1992 1993 1994 1995 1996 — 2001 2007 2008 2009 2010 2011        
Cronicas Críticas Literarias Relatos Las Malas Influencias Sobre la Marcha La Bohemia La Flecha del Tiempo