El ser y las apariencias
miércoles 24 de junio de 2009
© Sergio Plou
Artículos 2009

    Los avances sociales son muchas veces tan microscópicos que tenemos la impresión de retroceder en el tiempo. Las tendencias hegemónicas se dedican a construir arquetipos cuya caída depende no ya de las revueltas sino de la moda y la publicidad, maquinarias capaces de convertir la idea más revolucionaria en una vulgar apariencia estética.
    Nos observamos cada mañana en el espejo y en lugar de nuestra cara contemplamos una máscara. La iremos retocando antes de salir a la calle mediante cosméticos y colonias, y sólo cuando alcancemos la seguridad de que nuestro cuerpo responde a un estandar podremos ir al trabajo con la cabeza bien alta. Debemos parecer jóvenes y saludables, pero de igual modo nos obligamos también a socializarnos de una manera superflua. El resultado es patológico, sobre todo en sociedades poco acostumbradas a la diversidad, donde cualquier variante produce asombro y rechazo.
    Tendemos a ver cualquier diferencia con animadversión, como si un peligro difuso pudiera contagiar nuestro pequeño mundo de perniciosas variedades y confundir la percepción de los sentidos. Hemos establecido, por ejemplo, que los roles femenino y masculino —en el vasto reino de la heterosexualidad— se correspondan con unos cánones visuales. Faldas, pantalones, pañuelos, corbatas...Sin ir más lejos, como en los recortables infantiles, atribuimos matas de pelo en algunas zonas del cuerpo para ciertos monigotes y lo excluimos en otros, aunque en la vida les surja de manera espontánea. Pese a que la alopecia conforme las obsesiones más maniáticas, la pilosidad realmente es un terreno muy simple. Se da o no se da. Suele ser la carencia, y no el exceso, lo que a menudo entraña un problema, pero los conflictos sociales y el drama personal siguen estallando cuando hay algo que está donde no debe. O que no está donde debiera. Pero, ¿quién dicta las normas que rigen lo aceptable? ¿Es posible que a estas alturas de la Historia occidental, quepan regulaciones de índole estético? Ahora que los hombres le han cogido gusto a la fotodepilación, que una mujer se abstenga de raparse el bigote o incluso la barba, lejos de ser una opción libre y personal, les parece aberrante. Exactamente igual que a principios del siglo pasado, cuando presentaban a estas mujeres en los circos al lado del hombre elefante.
    Los patriarcas de antaño, tan aprensivos como ignorantes, confundían la higiene con la estética y maniobraban de tal modo que era infeccioso todo aquello que podía contradecir sus gustos y costumbres. Recordemos que, incluso durante los años 60, que un hombre tuviera una buena cabellera garantizaba a los ojos del resto su escasa masculinidad. Y como no se acabó con los pelos largos, se les atribuyó actitudes medievales y se les tildó de guarros. Ahora lo vemos como una pequeñez, pero en su momento era la bomba. Bastaba con dejarse crecer el pelo para entrar en la leyenda.
    Salvando las distancias, igual que se puede ser calvo y estar cubierto de gérmenes, el mero hecho de ser mujer tampoco exime de tener barba o bigote. La naturaleza es así. Es indignante pedir a nadie que se afeite o se depile, porque te haga mal a la vista o te equivoque. La sociedad tarda un horror en asumir que todos somos distintos y nos merecemos un respeto. Hasta que se acostumbra, arruina por el camino la sensibilidad de mucha gente y destroza por dentro a las personas. No se trata de ser tolerante o provocador, hay que maravillarse de la variedad que ofrece el género humano. Aceptarnos como somos es la norma más sencilla y económica que entraña la convivencia. Reconozco que tan lógicas conclusiones se me presentaron de nuevo ayer asistiendo en la sala Treziclo a la proyección de un documental sobre una de las mujeres barbudas que, contra viento y marea, todavía resisten hoy en América. Una mujer, de arrojo y valentía admirables, que lucha por ser simplemente como es. Sin disfraces ni concesiones. Una mujer tan sorprendente que ha llegado a hacer de sus barbas un símbolo de libertad y subversión.

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