El satélite que jugaba al frontón
miércoles 8 de julio de 2009
© Sergio Plou
Artículos 2009

    Lentamente, como en las películas de la selva, la comunidad autónoma se hunde en las aguas movedizas. En vez de oír el característico alarido de Tarzán, anunciando que acude en nuestro auxilio —brincando de liana en liana—, contemplamos atónitos una alucinación institucional. Con el fango al cuello podemos ver que las gentes del consistorio zaragozano, en la orilla seca, se afanan en perdonar a los curas millón y medio de euros en los impuestos de sus inmuebles y que un puñado de rusos, varios kilómetros más allá, se frotan las manos pensando en el pelotazo que van a dar vendiendoles a los chinos un cacho de la antigua General Motors. Desde el barro apenas se distingue al presidente de gobierno, que en vez de quitarse la chaqueta y remangarse la camisa, lleva alejándose de su poltrona autonómica desde hace meses, cuando anunció que no volvería a presentarse a las elecciones y que estaba terminando una larga etapa de su vida política. Cuenta la leyenda, además, que en un perdido erial de los Monegros, cuatro desgarramantas consiguieron de los diputados que las Cortes legalicen un extraño chanchullo y que una vez aprobado el despropósito nadie sabe cómo ni por dónde sonarán sus flautas. Salta a la vista que no servirá para sacarnos del lodo, sino para freirnos un poco más en esta rusiente sartén sembrada de mosquitos y alimañas.
    Frente a la desidia y el desamparo que nos rodea cabe suponer que todo este cacao no es fruto de la nulidad de nuestros dirigentes, sino una actitud provocada. Es el único recurso intelectual que nos queda ante tanta idiotez. Pensar que los políticos más cercanos, en vez de maniobrar de alguna forma para paliar este hundimiento, lo único que hacen es apañar sus negocios y lucir sus carreras, supondría meter en el mismo saco a demasiada gente y ya saben que está mal visto echar pestes del sistema. Entre otras razones porque no hay otro de recambio, y si lo hubiera seguramente no permitiría siquiera que nos quejásemos un poco. Así que hay que entender que esta dulce y parsimoniosa manada, pastando desde la hierba y a la sombra de los árboles más frondosos, hacen «humanamente» lo que pueden —o lo que les dejan— para resolver nuestra situación, porque la suya no corre ningún peligro.
    Preguntar al ignífugo súper Biel —vicepresidente de la comunidad— es un recurso agradable para matar el rato,  ya que siempre está dispuesto a soltar parábolas simplonas que cuelan fácilmente en los periódicos a través de los titulares. Ladeando un poco pues la cabeza hasta sacar los morros del cieno se atreven los periodistas a solicitar la opinión del sujeto, no porque vaya a contar algo interesante sino para solaz y disfrute de los náufragos mientras se van ahogando en el barro.
    Se lo encuentran en camiseta de tirantes y pantalón corto, correteando torpemente por un frontón imaginario, una parcela que el mismo se ha mandado construir en los ribazos del lodazal y desde cuyo cemento, pala en mano, dice que ejerce como zaguero. Al escuchar un murmullo extraño que provenía de las aguas movedizas, extrajo un pañuelo ajedrezado, se secó el sudor de la frente y acudió a explicar a los moribundos cuál era su alegre cometido en este bacalao.
    Afirmó el patán sin mover un dedo que si algo tiene claro es que ejerce su cargo cuando él lo decide (sic) y que si ahora está negro es porque estos días se los ha pasado en la playa (también sic, o sea, literalmente transcrito). Por si no le escuchábamos con nitidez a esa distancia desde la ciénaga, el hombre, muy campechano, se acercó todavía más, depositó su cachirulo en el suelo y sentó en la tela sus nalgas para soltar, a modo de confidencia, que en sus tiempos mozos fue un gran zaguero del frontón. Que desde atrás se ve todo el campo y que los buenos jugadores son los que lo ven todo (resic). Los cadáveres que había por allí no tenían fuerzas para cuestionar sus palabras, y yo tampoco, máxime cuando noté que un sapo comenzaba a croar subido en mi mollera.
    «Si en política no conoces todo el escenario —continuó hablando muy ajeno al panorama— y no controlas toda la cancha, es que no eres un buen político y no llevas treinta años en esto». Los presentes, sumidos en el pantano hasta las narices, éramos incapaces de preguntar para qué diantres servía un individuo que ni siquiera tenía la ocurrencia de acercar la pala que llevaba en la mano y sacarnos del charcal, aunque fuese a rastras. Pero tan pagado estaba de sí mismo el jugador en su frontón, que al no escuchar aplausos, creyó que se había quedado corto cuantificando sus virtudes, de modo que en nuestros mismos ojos, y ante el estupor reinante, decidió convertirse en un satélite artificial. Tal vez así cayésemos en la cuenta de que le importábamos un bledo y no le daríamos la lata.

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