El pasto de la fatalidad
Crónicas
© Sergio Plou
martes 13 de mayo de 2008

      Como todo lo que no es un éxito se entiende como un fracaso, la mayor parte de los artistas se pasan la vida cosechando triunfos. Si han actuado en el quinto Congo, lugar extremo e imposible de verificar para los que no se mueven del sitio, lo más probable es que vuelvan con una medalla colgando del pecho. Aunque sea de chocolate. Alucinaba en mi faceta actoral con la admiración de la crítica y del público que las compañías de la competencia aseguraban haber despertado a su regreso de Chirimbolandia. Una vez en el Chirimbolo te das cuenta que allí no los conoce ni Juanete, de modo que aprendes a interpretar los victoriosos adjetivos que proclaman de sí mismos los demás en una nueva escala de valores y otra dimensión de los sinónimos. Enseguida comprendes que lo mediocre es sucinto de alcanzar un grado «magistral» y que el desastre más contundente puede explicarse como el producto de «una laboriosa pieza de investigación dramática». Con el tiempo y los dineros que cuesta, por ejemplo, hacer teatro en este país, nadie está dispuesto a tirar semejante esfuerzo por la borda. Y menos tras recibir un manojo de bofetadas, por muy sonoras que resulten. Para ser artista es preceptivo gozar de unos potentes higadillos y mantener la sonrisa hasta más arriba de la frente, porque se vive en una perpetua promoción. Uno mismo se convierte a menudo en su propio juguete y si no es capaz de manejar con soltura sus sentimientos caerá en el cretinismo o la humillación. Toda una carrera profesional puede irse a hacer puñetas si no responde al perfil adecuado que el público espera encontrar fuera de un teatro o de un cine. No es lo mismo ganar para vivir, que vivir para ganar y realmente son muy pocos los que pueden conjugar ambos verbos sin traicionarse. También son escasos los que tienen una paciencia bendita y basan su trayectoria en empezar de nuevo, fracaso tras fracaso, hasta el tortazo final. Es cosa extraña que un patio de butacas pueda estar lleno de gente para ver el espectáculo de un desconocido, pero el poder de las invitaciones obra milagros y un buen montaje, a la hora de favorecer los aplausos del público, puede conseguir que se aplauda más de lo que realmente apetece. La peña, por lo general, es agradecida cuando ve salir a un actor dispuesto a recibir palmas, de modo que se las concede para no dejarlo en entredicho. Y así, preparando el aplauso con la precisión de un relojero, pueden estar saliendo los actores de las bambalinas con inusitada presteza al son de una música atronadora, empujando al gentío a que se rompa las manos aunque no quiera durante más tiempo del aconsejable. Todo tiene un límite, por supuesto, pero es frecuente que las compañías generen cuadros, construyan momentos estelares y se paralicen en el escenario igual que en una fotografía. Si la obra se nos antojó plúmbea, el desarrollo del saludo final se instalará en lo patético. Y como sobre gustos hay colores, cada cual, empezando por los protagonistas, se aplicará el mejor de los raseros. Tocando techo, flotando sobre la realidad, se generan soberbios chichones y una hipocresía fascinante. Llega un momento en que es imposible diferenciar el engaño propio de la mentira ajena. Está a la orden del día oír cómo se despelleja a cientos de artistas desde la butaca y luego se les va a visitar a los camerinos para rendirles tributo y pleitesía. La propia evolución profesional de las personas tendría que estar muy alejada de este chismorreo pero la fatalidad es un caldo de cultivo que ha terminado por traspasar las fronteras del arte y contaminar a todos los gremios. O tal vez fue al revés, que tras anclarse en los negocios y la política, se instaló entre la gente corriente contagiando a los artistas. No trato de averiguar cuál es el inicio del problema, sino las consecuencias de las conductas. Es imposible que todos tengamos éxito a todas horas. Es absurdo que vayamos por la vida triunfando constantemente. Aunque es más sencillo partirse la crisma en el intento de alcanzar cualquier cima tampoco pretendo reivindicar la estética del perdedor. Lo raro es encontrar a alguien que afirme que no le van bien las cosas y que encima no se lo haga mirar. Si no se pone rápidamente en manos de un especialista acabará siendo la comidilla del barrio y el pasto de la fatalidad. Todavía recuerdo a un sujeto, que aún se gana la vida en el proceloso mundo de la televisión, que una vez visto mi currículo se atrevió a preguntarme: «¿y cómo es que no has triunfado?» Debía mirarme el sujeto desde algún altozano que yo, la verdad, no alcanzaba a distinguir. «¿Y quién te ha dicho que no soy un triunfador?», le pregunté. Evidentemente los exitos tienen múltiples facetas y categorías. Sobre todo en el vasto reino de los campeones, donde es una pérdida de tiempo hacerle ver a un arrogante para qué sirven sus prejuicios y cómo engordan su ignorancia. Como la calidad de la tela con que se tejen muchas personas se rige por un patrón demasiado escueto, le ofrecí unas clases particulares que no tuvo a bien contratar. Allá cada uno con sus tonterías y sus gaitas. No hay nadie tan imbécil del que no se pueda aprender y en otra vida, estoy convencido, de que este señor podría ser un formidable proctólogo.

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