El Cuaderno de Sergio Plou

      


miércoles 13 de mayo de 2009

El orgullo del desierto




   Cuando se vive en un completo desastre las gentes conforman distintas maneras de salir a flote. El «intensivo» cubano, por ejemplo, es una especie de «mau-mau» estilo Harlem que interpretan los nativos para convencer a los extranjeros de la necesidad de contratar sus servicios o adquirir cualquier objeto que acaban de poner a la venta. Crean un pasillo para arrinconar al turista mediante un frenesí exhaustivo de ofertas al foráneo, que inmediatamente se ve reducido al concepto de hucha. Esta maniobra resuena potente en las molleras de los primerizos visitantes al principio de su viaje a La Habana. Con el tiempo, y según vayan encajando las entradas, comprenderán que estos hábitos no son otra cosa que un modo entrañable de hacer caja.

   Ir a los campos de refugiados saharauis, más allá de la ciudad argelina de Tinduf, y toparse con gente extremadamente humilde es un hecho que salta a la vista. No es un viaje turístico, desde luego, pero contemplando cómo te agasajan —siempre una zancada más lejos de sus posibilidades económicas, que son nulas— sentirás que se teje a tu alrededor una familiaridad tan dulce como inquietante. El sofoco que precede al estupor se irá apoderando de ti en una jaima remota hasta hacerte sentir igual que un hijo pródigo. Desde el mismo instante que cruces el umbral de la tienda, serás tratado con el arrobo que inunda a una madre abnegada.

   Es una táctica deliciosa, una inversión en toda regla. Al fin y al cabo del mero hecho de que te sientas complacido depende su supervivencia. Es otra fórmula de hacer «cash». El orgullo saharaui arrasa el concepto europeo de la solidaridad para convertir las visitas en parentela. Buscan afanosamente crear un vínculo familiar con los ciudadanos que vivimos en esta península, un lazo estrecho y cordial que les permita sobrevivir en condiciones deplorables a un exilio que calza ya las tres décadas.

   Acabo de tener noticias directas de mi solícita familia de acogida, allá perdida en el Campamento de Refugiados Saharauis del 27, en esa esquina del mundo a donde les envié un paquete. A su entrega me desearon buena salud, a la par que mostraban su agradecimiento por los presentes recibidos. Por fortuna son muy conscientes de que viven en el culo del mundo. Saben que los paquetes no llegan a tus manos con la facilidad que se pasean por Europa, de modo que no les ha quedado más remedio que convertirse en expertos en logística. En un lugar donde hasta el agua llega de prestado en enormes latas abolladas, hay que estar muy vivo para salir adelante. Saben que, para que algo salga de aquí y termine en el desierto, donde viven de prestado, se tienen que poner a la faena cientos de voluntades. No se trata simplemente de hacer un envoltorio, pegar tres sellos y depositar el fardo en la agencia de Correos más próxima.

   Tampoco es una tarea tan absurda como poner un satélite en órbita mediante un tirachinas, pero se asemeja bastante. A menudo no hay otro medio que la inestimable colaboración de un mensajero, alguien que se desplaza hasta allí con el propósito de entregar no sólo tu envío sino una buena saca de bultos. Bultos que se irán superponiendo a otros bultos y que atiborrarán el avión de tal forma que tripulantes y pasajeros acabarán aplaudiendo nerviosamente por lo imprevisible que en un principio les resultaba el despegue, cargados como iban hasta las trancas.