El Cuaderno de Sergio Plou

      

jueves 16 de septiembre de 2010

El envase




  Nos gustaría tener un par de buenas glándulas mamarias o en su defecto unas cuantas chocolatinas en el pecho, carecer de michelines y pistoleras, o exhibir unos bíceps de plástico y unas nalgas de mármol. Quizá al revés. Pasamos la vida protestando apáticamente por el cuerpo que nos ha tocado en la tómbola pero la disposición cárnica sobre el esqueleto humano suele gozar de arreglo, ya sea mediante el deporte, los fármacos o la cirugía. Otra cosa es la enfermedad y el deterioro. Estar de buen ver tan sólo es una cuestión de tiempo y esfuerzo, o de dinero. Los profesionales de la estética, en último recurso y a falta de algo mejor, retocan sus fotografías hasta el punto de ignorar si borrarse una lorza o una papada es ya una costumbre o una adicción. El continente predomina de tal modo sobre el contenido, que es raro hallar personas que se lamenten de tener una boñiga por cerebro.

  Con lo difícil que es apartar del recuerdo una torpeza o amputar de nuestra memoria un error, nos aferramos a que la idiotez se disimula mejor que la fealdad. Creemos que la vacuna contra el ridículo es la contención y para que no entren moscas optamos por cerrar la boca. El valor del silencio acredita del tal forma al patán que mordiéndose la lengua puede llegar a elevarse dos palmos del suelo y convertir así su estulticia en la sabiduría y el aplomo del sujeto más precavido. Todo vale. Si las apariencias engañan, nos apasiona el cotilleo. Si la información, por ridícula que se nos antoje, desbroza el sendero y facilita el viaje, cargamos la mochila de suculentos chismorreos. Supongo que necesitamos saber de los demás incluso más de lo que conocemos sobre nosotros mismos, así podemos vadear el río con la esperanza de eludir una luxación o evitar un descalabramiento. Darle demasiadas vueltas a la cabeza fomenta las migrañas, no está de moda, es aburrido. Hasta llegamos a creer que un exceso en la reflexión conduce a realizar después actos retorcidos y obras de mala fe. Si el hecho de rectificar es tarea de sabios, cambiar a menudo de opinión refleja una actitud impropia en los individuos más adultos. Una vez desbordados por las apariencias es mucho más simple ocuparse del envoltorio.