El ataque de los troyanos
Crónicas
© Sergio Plou
miércoles 3 de septiembre de 2008

     Hay unas cuantas desventajas, fácilmente compensables mediante las muchas libertades que gozo en la actualidad, entre escribir para la prensa convencional y hacerlo en un medio digital, sobre todo cuando yo me lo guiso y al mismo tiempo me lo como sin estar obligado a rendir cuentas a nadie. Hará unos años, menos de una década para mi flaca memoria (así que no hay que remotarse al pleistoceno medio), que no tenía ni repajolera idea de cómo funcionaban los ordenadores —esos artefactos a los que solía denominar chinos— porque buena parte de los conceptos y la mayoría de sus vocablos me sonaban igual que el mandarín. Actuar de «free-lance», o por libre en castellano antiguo, exigía demasiada devoción y reportaba habitualmente sentimientos agridulces. De hecho nunca supe cuándo me publicarían, si iba a cobrar lo estipulado o si mis escritos llegarían al periódico con algún mordisco o mutilación. Ver mi apellido en la prensa diaria, la de papel, era un fenómeno milagroso y desigual, lo mismo estaba en la calle de continuo que no me jalaba un colín durante semanas. Era un sinvivir, razón por la que me pasé al soporte de las pantallas, los discos duros y la fenomenal parafernalia que acompaña a las computadoras, más con la ingenua esperanza de publicar cuándo y cómo me diera la real gana que abrigando futiles delirios de grandeza. Viendo el panorama desde la distancia, la verdad es que lleva tiempo rascar bola en medio del caos y todavía me hago cruces con la magia de ciertos programas, de modo que me gustaría conocer a un hacker santurrón que tenga ganas de hacer conmigo su buena acción del día, y también a algún experto en «google adwards» para sacarle más provecho a mi web, que irá ya por las tres mil páginas... Tampoco me he puesto a contarlas pero lo que no me imaginaba a estas alturas de la feria es que necesitaría un segureta. Recibir un ataque de los troyanos, en pleno siglo XXI, parece más propio de un crononauta que de un navegante virtual, aunque igual de raro les sonaría a nuestros abuelos poder viajar en el tiempo como desplazarse sobre un océano de imágenes digitales. Los virus, gracias al fabuloso negocio de espionaje que circula por la red, saltan caprichosamente de un lado a otro como si fueran miasmas y para no pillar un catarro conviene vacunarse. Una vez abandonado el extraño oficio de columnista en los medios convencionales, me creía a salvo de cualquier zarpazo y me sentía libre incluso hasta de la desilusión, cuando una mano invisible logró impedir que hace unos días publicase mis artículos en mi própia página web, circunstancia que me pareció el colmo de los colmos, sólo comparable a la de un cerrajero experto. Si al salir de casa, en alguna ocasión aciaga, olvidaron las llaves encima de una mesa y tan ufanos cerraron la puerta tras de sí, comprenderán la facilidad que tienen los Hermanos Justo para facilitarles de nuevo la entrada en el domicilio. Bastan cinco segundos escasos para franquearnos el paso, el mismo tiempo que les cuesta a los cerrajeros llevarse cincuenta euracos. Salvando las diferencias, con la seguridad en internet ocurre algo semejante, pero a la inversa. Te encierran en casa y si quieres salir te deslizan la solución bajo la puerta. El batallón de troyanos que se me coló en el computador central y después en el portátil, me impedía visualizar mis escritos e incluso acceder al servidor para enterarme de lo que estaba ocurriendo. Nadie me envió un mensajito con la solución del crucigrama, así que la bofetada era anónima. Desde luego existen variadas formas de censura encubierta, pero hasta ahora ninguna me había resultado tan inquietante como esta fábula digital de la Grecia antigua. Mientras desinfectaba mis cachivaches imaginé que en lugar de un programa antivirus sanaba de mis heridas mediante un bote de alcohol y una pelotilla de algodón, buscando a la vez de dónde pudo proceder el ataque y escrutando en las cuatro esquinas de mi «loft» baturro el lugar donde se escondía el enemigo invisible. El mundo virtual, como la aldea global, es un monolito de cables enmarañados que conectan los ojos y los oídos del mundo, de modo que resulta complicado descubrir quién es el guapo que te está tocando las narices enviándote la impotencia creativa, porque no hay forma de mirarle a la cara y cuando puedes reaccionar ya te ha fastidiado la tarde. Sólo fue la tarde, pero el susto no me lo quito de encima. El susto es el primo de la paranoia y una vez abierta la caja de los truenos comienzas a pisar con cuidado. Subsanado el entuerto y encarando los últimos cuatro meses del año, tengo que reconocer que el verano entra en su recta final y ha sido demasiado largo. Dentro de un par de días saldré para Escocia con mi compañera sentimental y estoy un poco inquieto por montarme en el avión. Ahora que subir a los aviones se ha convertido en un suceso a medias heróico y casi suicida, la tómbola de atarse el cinto y saltar por los aires se me hace todavía más cuesta arriba. Pero es lo que hay. Aún no he tomado la decisión de si voy a continuar escribiendo desde aquel verde país de castillos y brumas, encantado y lluvioso, en aras de no perder comba y seguir en contacto, o en cambio me tomaré un descanso completo hasta la vuelta, momento que espero retomar con ímpetu renovado y mayor sentido del humor. Esperando que el reencuentro con sus labores les sea leve y confiando en toparme con el monstruo del lago Ness, cuelgo una curiosa película a pie de página,esta vez lejos de la conspiranoia y disfrutando de manera abierta tanto de la ciencia como de la ficción.

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