Cuesta arriba
miércoles 1 de octubre de 2008
© Sergio Plou
Artículos 2008

    Al revés que Pulgarcito, temo que un día me largue de viaje y no me apetezca encontrar el camino de vuelta. Según voy pillando años es más dificil centrarme, ¿tendré un alma periférica? No la perdí en Escocia, para qué engañarse. Aunque sea un país donde la lluvia te enamora perdidamente de sus prados y campiñas, incluso de los precipicios que se abren bajo las ruinas de sus castillos, ¿acaso era imposible olvidarse allí de la rutina?
    Tuve la ocasión de toparme con una persona que se vio atrapada de pronto por la emoción de abandonar el pasado y empezar de nuevo en tierras extrañas. Ocurrió a las puertas del Belford Hostel, en Edimburgo. Una joven pareja heterosexual, a medida que le daban a la lengua, se entristecía por el dilema que se iba abriendo igual que un acantilado en el horizonte de su relación. Por lo que pude entender, pues hablaban en castellano y empleando un volumen de voz superior al que era frecuente entre los celtas actuales, ella no quería regresar. Su alma había sido raptada por la húmeda bruma de Escocia. Sucedió de un modo tan inmisericorde que le iba devorando el corazón. Era incapaz de volver al secarral donde nació sin sentir una lástima infinita. En tan melancólico paisaje se veía como pez en el agua y al filo de emerger sobre un mar de lágrimas, como dos puntitos negros, brillaban en sus ojos dos oceánicos volcanes. Su novio, al viejo estilo, intentaba consolarla. Había dedicado buena parte de su existencia a levantar a un sherpa desde lo más profundo de su masculinidad, cuya razón de ser consistía en portar toda clase de fardos y maletas ajenas, casi todas de su pareja, a la que intentaba evitar que sufriera una lordosis. Como un comportamiento de tal guisa suele producir impotencia, aparte de acarrear objetos también llegó a cobijar su espiritu a un soberbio cobardica, por eso mataba el rato buscando excusas para convencer a la chica de lo irracional de su conducta. En esas estaban cuando nos salieron al paso —a mi compañera sentimental y a un servidor— en la misma entrada del hotel. Apoyaban sus espaldas contra la puerta en apasionada cháchara mientras nosotros arrastrábamos las trolis escaleras arriba.
    Veníamos con los nervios agarrapiñados, lo mismo que las cuerdas de un arpa. Conducir por la izquierda en una ciudad ignota me hizo sentir como el sónar a bordo del Opportunity, que tarda un día en explorar cien metros de la rocosa superficie marciana. Nunca he cogido un volante, ni lo pretendo, pero la simple tarea de ejercer de copiloto durante diez largas jornadas me había contraido las vértebras desde la nuca hasta el orto y deseaba llegar a la habitación a como diera lugar, soltar el esfínter y meterme una ducha de espanto. En mi bitácora no figuraba el incidente de hallar a dos compatriotas sumidos en la desesperación emocional y generando una nevada afectiva a menos de diez pulgadas de la recepción. Transmití a mi compañera mis percepciones e hice ademán de sortear el capazo. Aunque fue inevitable que se cruzasen nuestras miradas y que al sostenerlas dieran pie a un intercambio de pareceres, una vez salvado el fenómeno y cubiertas las necesidades más perentorias, pude recopilar en el disco duro de mi libreta de anillas los sucesos del día. Ahora que los repaso, confortablemente sentado en la silla naranja de mi despacho, de nuevo en mi «loft» baturro, no puedo evitar preguntarme qué habrá sido de la parejita en cuestión. La aguda extrañeza que siempre me corroe en los regresos, cuando me doy cuenta de que estoy aquí lo mismo que podría perderme en cualquier parte, recorre otra vez miles de kilómetros en mis recuerdos hasta verme a las puertas del Belford Hostel, frente a los ojos volcánicos de aquella joven poseída por la bruma de Escocia. Me faltó poco en Islandia y estoy convencido de que, tal vez en Nueva Zelanda o en otra parte, quién sabe cuándo ni dónde, me asaltará de repente una sensación parecida.

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