El Cuaderno de Sergio Plou

      


lunes 26 de febrero de 2007

Conejillo de Indias




   Hace unos días recibí una carta instándome a recalar en el Ejército. Desde que me amnistiaron de prestar servicios de armas no he tenido la fortuna de pasar por un cuartel, así que me acosaban los remilgos. La Jefatura está frente al canal imperial. Hay que pasar el consabido control. La seguridad comienza a ser paranóica, no sólo en los regimientos también en las guarderías. A mi edad y con estos pelos, más que peligroso tengo trazas de disminuido, así que no hubo problema en entrar hasta el corazón mismo de los uniformes y las pistolitas. Hubiera bastado con hacer un documento similar al que yo portaba en la mano para que cualquier desgarramantas volase con impunidad el edificio, si no vivimos ya en un estado de pánico permanente es porque el ácido bórico debe de estar por las nubes. No puedo evitar este tipo de pensamientos ante la presencia de los controles. Soy muy modosito y me calzo las gafas ante las ingenuas preguntas del soldado que está en la garita, con gafas de vista cansada parezco lo que soy en realidad, un sujeto canoso y con la brújula desnortada, un señor.

   A mí el trato de señor siempre me ha parecido humillante, igual que el de chaval. Llamarte joven queda más informal pero está a un paso del adolescente, palabra que ofrece poca credibilidad. Prefiero que la gente evite los calificativos y vaya al grano, pero el hecho de que los empleen entrega una información residual.  Los militares lo saben, por eso colocan en el limbo del terreno personal ciertas expresiones, optando en el trabajo por un trato seco y directo. Carné de identidad. Hora de entrada. Causa. Le enseño el papel y después de apuntar los datos me entrega una tarjeta con pinza de visitante para que la instale en mi pechera.  ¿Dónde voy? Siga recto. Primera calle a la izquierda.

   Pateando el lugar enseguida comprendes que no están en mal sitio estos señores, el día que vendan el solar se van a comprar un patriot. Pueblan el complejo  un grupo de horribles edificios y una iglesia desproporcionada, amén de un enorme y desaprovechado aparcamiento a cielo raso. Acorto el camino entre algunos coches hasta el bloque donde se halla la jefatura de esta increíble pandilla.  Tras el cierre de Capitanía y el cambio de la sucursal a  Barcelona, aún queda en pie la Academia General, el mando del Aire y unos cuantos cuarteles, cuyo gobierno militar se centraliza en estas instalaciones. Aunque tampoco son horas de paseillo para los generalitos, la verdad es que la estructura ha perdido mucho brillo y oropel de galones. Antes era otro nivel. Intentando recuperar fuerza en la pegada, los militares andan inquietos desde hace unos meses con el asunto de la nueva base, que les devolvería el punch de los viejos tiempos a la vez que cierto aire internacional. Es lógico. Yo también estaba inquieto cuando quería el  gobierno autonómico montar el sincrotrón del señor Rubia a orillas del Ebro, más o menos a la altura donde ahora se construye el azud para la Expo. Si los militares desean que Zaragoza sea una base secreta de la OTAN , yo entonces albergaba la esperanza de que los fenómenos paranormales de esta tierra, gracias al acelerador de partículas que se quería levantar junto al reactor de fisión, generara otra modalidad de absurdo. Pero no levantaron el reactor así que es difícil que venga la OTAN a entretenerse.

   Me detuve frente a la puerta de Jefatura, cubierta de espejos desde el suelo hasta las jambas y en cuyo frontis aleteaba alegremente una banderita. Al cruzar el umbral, los pliegues donde se arrollan las dimensiones ocultas del universo se concentraron en la boca de una señora, la cual charlaba amigablemente con una compañera cuando la interrumpí para preguntarle sobre el asunto que me había llevado hasta allí. Le tendí el papel que llevaba en la mano y lo miró distraídamente, se aplisó la raya del pantalón y me indicó la puerta de enfrente. La musicalidad de las instancias del Estado suele asemejarse en las formas. Lo mismo da un ayuntamiento que una comarca, siempre emplean las corcheas como forma de expresión gutural. Su canción es monocromática, de teletipo, que inspira una orden o sugiere una ley. Con la ley en la mano me aventuré hacia la puerta de enfrente y me topé con dos personas más que en ese instante seguían a una tercera, la cual levantó la cabeza hacia mí en una caída de ojos que buscaba una respuesta a mi repentina presencia. Le adjunté igualmente el papel y me apuró a seguir el cortejo. Me percaté de que olía a sobaco.

   Bajamos unas escaleras en fila india y llegamos hasta una sala de proyecciones y conferencias bastante amplia, tanto que parecíamos tres corderitos siguiendo al perro pastor. Aquello debía de ser el corral donde iba a producirse el esquilo. De pronto, el perro pastor que nos había conducido se alzó sobre sus patas traseras y se convirtió en lo que era realmente, la secretaria de un tribunal. Nos puso en antecedentes de la situación, se quedó con los papelitos que llevábamos entre las manos y nos preguntó a cada cual sobre nuestra experiencia.

   Creció la tensión en el establo. Y como en los corderos cualquier tensión deriva en silencio, nos fuimos convirtiendo en lo que realmente éramos: dos hombres. La mujer, una ovejabien plantada se vino a arriba y enseguida tuve la certeza de que ganaría el premio. Aunque le cupieran serias dudas conmigo, la secretaria del tribunal también cayó en la cuenta. Yo daba el perfil, doy el perfil para todo. Soy consciente de que gano mucho de canto pero como oveja soy un manojo de nervios y la candidata al premio sacó la conclusión de que efectivamente iba a llevárselo de calle: era la única que traía consigo un clasificador. Así que a la hora de establecer un orden de salida quedó ella para el final, toda una vergüenza en materia de galantería pero un síntoma del desenlace.

   El primero en cruzar la puerta fue el otro corderillo, a la altura más bien un simple organismo pluricelular, porque no mostraba vergüenza al señalar que carecería de la titulación requerida. Ya había sido citado con el mismo propósito de huir el año pasado y el trámite, a su juicio, era una pérdida de tiempo. Ante esta información, la secretaria se vio impelida a explicar los pormenores del  asunto, ocasión que me empujó a sacars la libreta y mi bolígrafo para tomar notas, lo que de inmediato me otorgó varios puntos positivos en la mentalidad de aquella señora bajita, vestida de traje sastre y que hablaba a media voz, pero con el volumen suficiente para ser escuchada por la audiencia.

   Desgranó en cuatro frases la oferta siguiente: «Mil cien euros brutos mensuales. Personal laboral de la administración del Estado. Contrato de interinaje para cubrir una baja por enfermedad que amenaza con ser larga. Y horario de 7 a 3, de lunes a viernes, con incorporación inmediata».

   Éste tipo de noticias te dejan sin habla. Orgulloso de saberse eliminado antes de dar batalla, entró al matadero el organismo pluricelular, abandonando sus cosas a nuestra custodia en el banco bajo la peregrina razón de su pronto regreso. No se equivocaba.

   El banco en el que descansaban mis nalgas y las de la candidata, cada vez más ufana, era un añadido al montón de esas incómodas sillas escolares, con tabla de escribir a la derecha, que vuelven locos a los zurdos. El añadido, por si el aforo se desbordaba, era un banco corrido de iglesia con reclinatorio incluido. No hubiera estado de más arrodillarse y pedir un respiro al actual delegado del Gobierno, tal vez el único que en aquellas circunstancias hubiera podido entenderme, pues antes de auparse al cargo había sido presidente de la asociación aragonesa de escritores.

   El chorbo tardó en salir cinco minutos, tiempo que ocupé en mantener la compostura. Vinieron a mi mente las inquietantes conversaciones entre artistas —serían los años ochenta—, cuando cada uno esgrimía el largo serial de tretas  que tuvo que llevar a la práctica para saltarse la experiencia cuartelaria. Esta versión naïf de contar la anti-mili, demostraba que hubo quien acudió al tallaje descaradamente travestido. Otros que intentaban arruinar la carrera médica de un psicólogo haciéndose pasar por locos.  Además estaban los que te enseñaban sus pies, cuyas plantas eran romas. ¿Algo de todo esto se podía esgrimir en mi descargo en esos instantes? Seguramente, pero era otra la impresión que yo quería dar:  era inquietante que llevaran más de un año sin cubrir la plaza. ¿Qué extraña enfermedad aquejaba al titular? En estas miserias se iba devorando mi cerebro cuando salió de habitación colindante el organismo pluricelular, recalcando que era de sobras conocedor de  los pormenores y que era mejor dejarlo estar. Mientras se ajustaba la bufanda, recogía una carterita y saludaba al corral con un gesto de mentón, indicaba con el movimiento que se iba de allí echando leches.

   Alcancé la riñonera, que reposaba en el suelo y busqué las gafas, gesto que aproveché para observar a la candidata mejor dispuesta de reojo y desde otra óptica. Ella me miró también y yo tuve la cortesía de ofrecerle el paso que, como bien imaginaba, desestimó sonriente. Quería saborear a solas las mieles del triunfo.

   La secretaria del tribunal, convertida de nuevo en perro pastor, me condujó al otro lado. No sé si al lado oscuro o simplemente a la penumbra de una sala tan grande como la de espera, aunque peor iluminada.  El olor a sobaco se hacía más rancio a medida que te ibas aproximando a una larga e incómoda mesa rectangular de estilo castellano, pintada y repintada una y otra vez del marrón más feo que existe — el caqui—  a cuyos lados distinguí cuatro sombras.

   Ocho cuerpos en actitud de espera se servían agua de una jarra en vasos de duralex y garabateaban notas sueltas en sendas libretas de anillas.  Hasta ellos me condujo la estela de mi perrito pastor, que olía a colonia de niño.  La colonia se concentró en una silla tosca que presidía la mesa. Estaba vacía y era para mí. Desde allí me llegaron por la derecha dos aromas penetrantes, correspondíentes a dos individuos de uniforme azul, con rayas en el hombro. La secretaria expuso someramente los hechos mientras yo tomaba asiento. La palabra pasó a un señor de jersey y barbas grises, que por su léxico era psicólogo de empresa. Frente a él continuó su compañera, un poquito menos rechoncha y un tanto más ácida, pero que debía trabajar en lo mismo. Un señor encorbatado y de mayor edad explicó los antecedentes y otros dos, que bien pudieran ser los representantes sindicales, asintieron meneando la cabeza. Otra mujer, que llevaba las cuentas, se refirió al expediente y a la partida presupuestaria. Acto seguido me concedieron la palabra.

   Expuse que el Instituto de Empleo se afanaba en encontrarme los trabajos que mejor se ajustaban a mi vida profesional. El de carpintero, sin lugar a dudas, era un oficio que desempeñé de forma colateral durante más de una década en el teatro. Conozco lo que es un sierra de sirga y aunque jamás trabajé en aserradero alguno dudo que no pudiera hacerme con semejante artefacto, todo depende de lo que hubiera que hacer.

   Me hubiera bastado sacar un lápiz o dejar un metro sobre la mesa, para que dentro de tres días hubiera estado en el cuartel de san Lamberto cambiando cerrajas. Los tenía en el bolsillo.El militar de las dos rayas en el hombro me dijo que él mismo me enseñaría si tenía ganas de aprender. Le contesté que ya éramos mayorcitos como para saber a qué nos comprometíamos. Mi problema era la inmediatez de la incorporación y ese extraño interés por cubrir tan deprisa el papeleo. Debí poner el dedo en alguna llaga porque se produjo una división de pareceres, incluso hubo quien me pidió el teléfono, pero no se despejaron las dudas. Si algo raro ocultaba aquel puesto de trabajo nunca lo supe.