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lunes 15 de enero de 2007
© Sergio Plou
Artículos 2007

    Las películas caducan pronto y sus personajes no se actualizan nunca. Abren puertas, aparcan el coche o sacan perras de un cajero automático mediante el proceso de estampar sus dedos en una chapa, y el director del telefilm se regodea en los planos como si nos estuviera mostrando un invento inalcanzable. La realidad es tan rápida que ahora vamos al banco y nos encontramos con una pantalla táctil mientras los japoneses, más avanzados, ya van al supermercado y llenan el carro escaneando las zarpas. Recuerdo los robot de ciencia ficción. Iban volando al encuentro de los sospechosos y los identificaban mediante una cámara, fotografiando un ojo del interfecto y procesando la imagen del iris. Comprobaban de esta manera si el malo era realmente quien decía ser o estaba suplantando al bueno. En los aeropuertos norteamericanos todavía no existen este tipo de ingenios policiales, pero gracias al negocio de las tecnologías biométricas, que reportarán este año más de dos mil millones de euros a las empresas del sector, no sólo te pillan las viejas huellas dactilares, sino las de la mano entera y el mapa del cristalino, de modo que todo se andará.
    Estas zarandajas no duelen y se hacen en un santiamén. Es por su seguridad, ya sabe. El argumento descansa en la pericia de los antagonistas, que suele ser muy creativa, sobre todo en el campo de la falsificación. La realidad es más sucia y destaca por sus errores. Así que se puede ir más allá. El reconocimiento de la voz, del rostro y hasta de tus propias venas, no parece ser suficiente para certificar que uno es quien es. Ya no basta con dar tu palabra y echar una firmita, ahora piensan en registrar tu manera de teclear los datos, tu forma de andar o de expresarte. La identidad es muy relativa.

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