El antídoto
Crónicas
© Sergio Plou
viernes 4 de enero de 2008

  Desde que tengo uso de razón siempre he tenido bajones. Se caracterizan por una falta de energía vital, cierta tendencia a mostrame parco en palabras y hasta rumiante en las contestaciones. Si la demanda de conversación se me antoja acuciante suelo responder con evasivas, lo que descorazona mucho al interlocutor. Cuando estoy poseído por el déjame estar, pues ni yo mismo me aguanto, la inapetencia envuelve mi vida cotidiana en celofán gris, como si me hubiera convertido en un caramelo amargo. Doy la impresión de haberme encerrado en una lata, a la que haya que meter el abridor para hacerse con los espárragos. O en una hucha con forma de cerdito, de las que piden a gritos un buen martillazo. Cuando me llega el bajón se cierran las esclusas del futuro, me sobreviene un cansancio hermético, de minero a punto de jubilarse, y soy capaz de hazañas infinitesimales. Puedo observar un punto de fuga en el estuco durante horas. Sacar de contexto una expresión hasta perder la paciencia conmigo en divagaciones absurdas. Considero un sobresfuerzo abandonar el ordenador para ir al lavabo o voy a menudo, olvidando la lógica elemental de cualquier micción. Me vuelvo prostático, reumático, kamasútrico en las posturas e inverosímil en los pensamientos. Entonces la fotosíntesis se apodera de mi personalidad. Lo hace mediante un perfume autista y llegado a este extremo no me queda otro recurso que esperar a que escampe. Mientras busco la causa del apagón, me doy cuenta de que una vez sumergido en la abulia lo primero que desaparece es el sentido del humor. No respondo positivamente a los impulsos, termino resultando cansino y acabo contagiando la impotencia a los más próximos. Desde que tengo uso de razón siempre he tenido bajones y la causa siempre es difusa. Más bien se trata de un manojillo de antecedentes, un ramillete de consecuencias que crece en la huerta de mi memoria hasta que la última gota, la gota china, desborda el vaso y llega el abocinamiento, la catálisis o el tuper-sex. Ni siquiera me doy cuenta de lo que viene. No tiene el efecto de una bofetada ni tampoco te empapa igual que una tormenta, se parece más a tomar el sol sin crema protectora. Un buen día te despiertas escocido y no sabes ya cómo ponerte. He llegado a pensar que se trata de algo genético, como cagar con medio culo o aguardar una abducción, pero no me hago ilusiones. Las herencias no son absolutas, así que tal vez se trate de un fenómeno estacional. De la misma manera que el verano me pone hasta los dientes, el invierno - y la falta de luz - podría obsequiarme con un encefalograma plano. Luego cabe la posibilidad del mal de ojo, el vudú. Si todo se redujera a guardar un pepino en el congelador o una rana en la despensa ahora mismo firmaría. Aunque no haya razones evidentes, me resulta atractivo que haya alguien capaz de pagar a un hechicero. La magia negra, de entre todas las causas, es mi predilecta. Finalizar el año con una bajada de defensas y una gripe endemoniada es peccata minuta, hay que empezarlo aplaudiendo la Marcha Radetzky, que es un antídoto como otro cualquiera. La pena es que aquí, el concierto de año nuevo, es el día 6.

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