El Cuaderno de Sergio Plou

      


domingo 13 de septiembre de 2009

Anécdotas patéticas




  Es difícil aburrirse cuando surge un acontecimiento idiota y a mí me persigue la estulticia igual que a otros la policía. Ayer por la mañana, sin ir más lejos, me vi acorralado en una comedia de enredo a causa de un problema sincrónico. Esta vez se produjo entre la pereza y el sherpa, que todos los hombres llevan en su interior. El clásico conflicto entre holgazanes y estibadores crea un sinfín de paradojas. Aunque la masculinidad es un género avieso generalmente se ahoga en un vaso de agua, pero se puede medir.

  Apenas hay tres metros entre el portal de la calle y el entresuelo donde resido, de modo que casi no me dio tiempo a reflexionar. Mi única neurona vibró como una posesa buscando alguna sinápsis para crear un pensamiento profundo, pero las situaciones donde hay de por medio un peso o una tara máxima todavía agreden mi intelecto con igual virulencia que una botella de vino se imanta en las manos de un alcohólico. Es un absurdo, lo reconozco, pero ni dándome de cabezazos contra un saliente lo puedo evitar.

  Desconociendo la frontera entre lo que es una galantería y lo que resulta obvio, ofrecerme a levantar una carga suele ser visto como una sandez por mi compañera sentimental. Si está de buen humor se parte de risa a mi costa, pero si está de malas me monta una bulla de espanto. Se queja de que la tomo por una esmirriada, cuando ella es más fuerte que yo y su musculatura así lo confirma. Ni soy un lanzador de martillo ni me gano la vida exponiendo mis carnes en las pasarelas, pero en remotos escondrijos de mi mente todavía crece el pundonor y los escalones de mi casa se abrían ante nuestros ojos igual que las bocas de los siluros frente a las palomas del Ebro. El  carro de la compra pesaba lo mismo que una placa tectónica, de modo que me pareció obvio —y no un gesto de cortesía— proceder entre ambos a evacuar aquella pila alimenticia hasta la acera, aún a riesgo de que me saltara una hernia.

  Bajar, en lugar de subir, un carro de la compra completamente lleno podría calificarse como una extravagancia, en cambio resulta corriente en las parejas que comparten sus respectivos domicilios. Primar lo espontáneo sobre lo práctico multiplica las anécdotas y convierte lo mundano en una aventura. Sirva el inciso para indicar el lugar exacto donde nació el problema: en mi masa encefálica.

  Mi rádar no detectó la presencia de vida inteligente en el planeta inmueble, ni siquiera la mía. Pasé por alto la observación que hizo al respecto mi compañera sentimental, aludiendo en mi descrédito que sólo había tres metros hasta la calle. Tan cerca estaba de la puerta que sucumbí a la pereza.

  Hacer tal sobresfuerzo en camiseta y sin tomar precauciones, tarde o temprano te pasa factura. Y no me refiero a calentar los músculos —hubiese necesitado que existieran— sino a colocarme un calzón. En verano, y de puertas adentro, me gusta trinar como un canario, así que salí de mi jaula con las pudicias sin cubrir y no hay nada tan patético como ir enseñando las nalgas mientras relinchas por las escaleras. Levantamos el carro aúpa y ninguna evidencia presagiaba tres escalones de resoplidos más tarde lo que después ocurrió. Todo era paz y silencio en el rellano, sólo escuchaba a mi neurona vibrando en lo más hondo de la materia gris. A partir de entonces, las circunstancias redujeron a cenizas mi ya de por sí nulo prestigio y arrastraron por la ciénaga todo rastro de personalidad. Comprenderán que no entre en detalles.