Al sol que más calienta
lunes 3 de agosto de 2009
© Sergio Plou
Artículos 2009

    Putin se ha vuelto un esnob. El primer ministro de Rusia, harto de pasar el verano en su dacha, se ha sumergido dentro de un batiscafo en el profundo abismo del lago Baikal y ha salido diciendo que es muy espeso y está lleno de placton. Nadie sabe qué es lo que esperaba encontrar este hombre en Siberia, ¿otro pozo de petróleo? El príncipe Felipe, en cambio, mucho más convencional, se limita a surcar el Mediterráneo con espónsor en un elegante velero. Son dos maneras diferentes de encarar la vida, incluso la vida política. El ruso fue capaz de agotar todas las posibilidades para seguir ejerciendo como presidente de su país y como a las buenas no lo consiguió, terminó a las malas presentándose de primer ministro, un puesto más descansado y que permite controlar el cotarro mucho mejor. El príncipe, en cambio, no tiene problemas con la perpetuidad de su cargo. Su mayor preocupación en estos días son las regatas de la próxima copa, bautizada con el nombre de su papá, que están a vuelta de una boya. Es consciente de que hay que entrenar duro para no hacer el ridículo en exceso. Tampoco se le pide más.
    Barack Obama, por su parte, al que se le piden imposibles como si se tratara de la vírgen de Fátima, vuelve a dar la campanada cambiando el clásico rancho vaquero de los Bush por una granja en una isla norteña. Ni qué decir tiene que en la residencia elegida para la ocasión no hay un sólo apero de labranza. Las granjas americanas de hoy, al igual que los ranchos, sólo conservan el nombre. Que su mandamás se tome unos días de asueto en la zona de Martha's Vineyard, donde antaño veraneaban los Kennedy y los Clinton, al contribuyente norteamericano le sale la broma por más de treinta mil euros semanales. La gente más conservadora y de fácil irritación, se ha puesto como una loba al enterarse del dispendio, que califican como propio de nuevos ricos. A los Obama, sin embargo, les patina el qué dirán. Antes de ganar las elecciones tenían pasta suficiente como para irse en agosto a pasar una temporada por esos parajes. No es que se hayan vuelto ricos de repente, es que ya lo eran.
    La granja de Blue Heron, en Chilmark, es el lugar de Martha's Vineyard que ha elegido el jefe de los Estados Unidos para echar sus estivales partidillas de baloncesto. Mientras le informan sus técnicos de cómo va la crisis y cómo se suda en el mundo, el bueno de Obama se hace unas canastas y sale a dar un garbeo por el pueblo con las niñas, dejándose retratar cerca de una heladería. Todo es casual en América. Podría haber elegido cualquier otra granja de la zona, pero es precisamente esta choza tan agradable la que ha sido agraciada con una lluvia de millones. Su propietario, gracias al alquiler de los Obama y a la propaganda gratuita que le ha reportado tal elección, acaba de colocar el inmueble a una parejita de Mississippi por veintiún millones de dólares. Son cosas que pasan. No sé si recordarán lo popular que se hizo Oropesa cuando Aznar disfrutaba de la canícula tostándose en sus playas. Fue todo un detallazo por su parte aceptar la invitación de un amiguete empresario.
    Nunca se sabe qué es peor. Si gozar de múltiples residencias oficiales, que los jefes opten por dejarse invitar o que alquilen a su capricho algún chalé donde les pete. Siempre cabrá la sospecha y nos costará un dineral. Peta Zeta, sin ir más lejos, este año se ha vuelto a ir a La Mareta y nadie está contento con sus vacaciones en Lanzarote. La Mareta también suele acoger de cuando en cuando a la familia irreal española. Se trata de un complejo residencial muy aparente, no en vano goza de diez bungalós, un par de piscinas y una cancha de baloncesto. A Peta Zeta le mola jugar al básket, como a Obama —ambos quedan bien en las fotos con su altura frente a una canasta—, así que cuenta la leyenda que se fundió casi diez mil euros del erario público en arreglar la cancha. No le sirvió de nada, porque se lesionó al estrenarla.
    Leer este tipo de cosas pone como una moto a la gente, por eso da gusto hablar de La Mareta como si fuese un chamizo que tendrían que derribar. Diseñado por César Manrique, lo mandó construir el difunto rey Hussein de Jordania sobre un acantilado de Costa Teguise en 1982. Y en aquella época se enladrillaba el país de costa a costa sin respetar otro negocio que el de las constructoras, que deshicieron el paisaje hasta convertirlo en lo que es hoy. Así que no es ilegal, al contrario, resulta una pocholada.
    La Mareta pasó de las manos del monarca jordano al español, que la regaló galantamente al patrimonio nacional en 1991. Es lo que hubiese hecho cualquiera para que Hacienda —que dicen que somos todos— la mantenga en perfecto estado de revista, no en vano estaba hecha unos zorros. En 2005, cuando Peta Zeta la escogió para sus vacatas, hubo que enterrar allí unos doscientos setenta mil euros con el propósito de hacerla habitable. Sólo vigilar sus más de quince mil metros cuadrados nos cuesta ciento veinte mil euros anuales. Y me refiero a la seguridad del recinto porque, cuando viajan los jefes —desde el rey al príncipe, pasando por Aznar y últimamente Zapatero—, hay que ir alquilando habitaciones en los hoteles de los alrededores para más de doscientos agentes y escoltas. Seguramente tendría mejor uso convirtiéndola en un museo o en parador nacional, pero los placeres secretos pierden así mucho glamour.

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