El Cuaderno de Sergio Plou

      


domingo 3 de abril de 2011

Aclimatación y empatía




  Los seres humanos tenemos la cualidad de adaptarnos rápidamente a cualquier situación, hasta el extremo de que en cincuenta años de vida será raro que no hayamos tenido que sortear unas cuantas circunstancias difíciles. Según las superábamos fuimos archivándolas en la experiencia, ese lápiz de memoria donde se almacena tal cúmulo de recuerdos que llega un momento en que te sientes obligado a descargar unos cuantos gigas y abrasar con ellos la paciencia de cualquiera. El cerebro ha ido creando tantas conexiones sinápticas que, de tenerlo mal amueblado, con el transcurso del tiempo mezclará los aciertos y los errores sin distinguir la edad del aprendizaje ni el contexto en que se fraguaron los índices y las materias. Modificará los significados, atribuirá valores distintos a circunstancias que hubieran debido de resolverse tal y como fueron inculcadas en tu mollera, incluso encontrará satisfacción en tareas que hasta entonces interpretaba como despreciables. El resultado final puede esparcir la masa encefálica de los presentes por el suelo, incluso sumirlos en el sopor de la más incómoda de la sillas o incitarlos a la huida. No se nos enseña a hablar en público, desconocemos nuestras herramientas y creemos que nos estamos expresando a la perfección cuando hasta los que hablan suajili hace horas que roncan. Pensamos que ser inteligente es lo mismo que ser listo, eficaz o consecuente, pero al no recibir educación alguna con respecto al uso de nuestras emociones acabamos siendo pasto de ellas, éso si no las bloqueamos antes mediante fármacos o algún certero golpe en la azotea. Hay personas a las que de hecho se les antoja un milagro descubrir su humanidad en sentimientos ajenos y en ausencia de patrones simplemente intentan copiarlos, falsificarlos, disimularlos o desarmarlos. Cualquier cosa antes que mirarse al espejo y darse un susto de muerte.

  Como sabemos que dos y dos suman cuatro, ya no necesitamos juntar palotes en un papel ni contar con los dedos para alcanzar el resultado. Sólo cuando descubrimos la infancia en otros rostros recordaremos con nitidez lo que nos costó asumir la mecánica del proceso aritmético, y no siempre, de modo que juzgar a los demás como si hubiesen adquirido esta destreza por generación espontánea, lejos de ser justo o simpático resulta una necedad. Hay individuos empáticos por naturaleza, también intuitivos y sensibles, pero esa naturaleza a la que aludimos como forjadora de carácteres no demuestra otra causa que nuestra pereza a la hora de investigar el orígen. Pese a la importancia de este concepto, los jueces siguen afirmando que la ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento. Ampararnos en que somos tontos no es motivo de orgullo, tampoco nos permite maniobrar como nos venga en gana sin hacer frente a las consecuencias de nuestros actos, pero nadie nos enseña las leyes y mucho menos a interpretar las emociones, desde las más sencillas a las más intrincadas, las que se producen al aprender o incluso al crear algo, así que lo desconocido, por futil o peligroso que nos parezca, termina volviendo siempre como un bumerán sobre nuestra propia experiencia.

  Antes de llegar a los diez lustros me sentía demasiado propenso a regalar consejos. Como quien lanza una colección de sellos, los emitía en onda corta y hasta en frecuencia modulada. Ahora me gusta escuchar, sobre todo a la gente más joven, creo que es uno de los mejores atributos de la paternidad. Limpiándose a fondo las orejas puedes viajar al pasado y oírte en el presente, tal vez por esa razón no suelo estar de acuerdo con los mayores, sobre todo con los que sufren de amnesia generacional. Reconozco que hacer memoria es cansino. De hecho me cuesta un montón dibujarme con veinte o treinta inviernos, es como si una goma de borrar me hubiera difuminado desde el nacimiento hasta el momento de soplar la quinta vela. Si ahora me doy cuenta de hasta dónde he llegado es porque tengo la costumbre de vaciar la basura de mi correo electrónico. Suele llenarse a menudo de empresas canadienses, la cuales me animan a comprar viagra. También me inundan el buzón con publicidad de redes sociales para sujetos talluditos, sugiriéndome que entable alguna relación con atrevidas profesionales de cuarenta tacos en adelante, en su mayoría arquitectas. Aún no he descubierto por qué tienen que ser precisamente arquitectas y no bomberas, esquiadoras o artistas. ¿Acaso son más divertidas?