Abriendo los sentidos
Crónicas
© Sergio Plou
sábado 31 de mayo de 2008

      A veces tenemos la ocasión de vernos a nosotros mismos como en una película a cámara lenta pero lo más sencillo es contemplarmos en los demás. Observamos cómo abren la boca y se llevan las manos a la cabeza, cómo apartan la mirada e incluso se agachan para esquivarnos o cómo salen corriendo para desaparecer de nuestra órbita. Ni siquiera llegamos a escuchar sus gritos en los instantes más dramáticos, cuando cualquier aviso nos hubiera convencido de cambiar la dirección o cuando la simple visión de una señal de peligro nos hubiese puesto las pilas, resulta entonces que nos detenemos por breves segundos en detalles sin importancia, tal vez en lo mal que le sienta a un sujeto la corbata, las puntillas azules en la falda de una abuela o que a un señor calvo se le caigan de pronto las gafas. No son distracciones que produzcan errores sino el desenlace fortuito que arrastra en su caída todo lo que pilla por delante. En algunos momentos de la vida el descontrol es tan absoluto que asistimos impávidos a nuestro propio destino como si el que sucumbiera allí mismo fuese otro. Nos cuesta deducir de las expresiones ajenas que estamos a punto de darnos una nata de espanto. Tan lejos estamos de la realidad que producimos una abstracción estúpida en el cerebro. Las neuronas derrapan mediante descripciones embelesadoras con el propósito de evitarnos el mal mayor de asistir en primera persona a la hecatombe y para aliviar el piñazo comenzamos a segregar dopaminas a mansalva. No nos damos cuenta de la sabiduría automática que reside en la humanidad hasta que sentimos la mierda en el corvejón y se nos presenta en las narices todo nuestro futuro de manera insondable. En ese momento es tarde para cualquier reflexión. No hay tiempo más que para sentir la vida que se escapa. Quienes han pasado por esos instantes y han vivido después para contarlo, hablan siempre de la dimensión extraña que tiene el tiempo cuando se acerca la muerte y de la enorme capacidad sensorial que despliegan las personas durante ese trance. Al borde del adiós no es que se detengan los relojes, ocurre que nadie nace con semejante invento atado a la muñeca, de modo que es la primera convención que desaparece de la memoria. Una vez muerto el minutero se desmorona el mundo civilizado a nuestro alrededor y se extiende un presente infinito, minucioso y de curiosidad insaciable, donde la niñez de los sentidos ocupa todo el espacio y el subconsciente se derrama en la personalidad hasta inundar todo nuestro carácter. No hay preguntas que responder, sólo acción inmediata y sentimiento, pura entropía. A la entropía se le atribuyen cualidades tan indignas como el desorden y sin embargo mueve el universo desde hace más de trece mil millones de años. Para caer en la cuenta de su existencia no es necesario tomarse un tripi ni estar a punto de diñarla. El pasado miércoles, sin ir más lejos, tuve una visión entrópica de la realidad en la consulta de la ATS. Acudí, como suelo hacer todos los años, para que me destaponara ambos oídos mediante una jeringa metálica rellena de agua caliente. Mis orejas no aguantan cualquier conversación y los bastoncillos segregan más cera de la necesaria, de modo que se obstruyen por saturación de sandeces o cuando les viene en gana, aunque he podido constatar una tendencia anual esta vez llevaba más tiempo del frecuente sin necesitar un jeringazo. Tal vez fue esa la razón por la que resultó difícil descorcharme. La profesional tuvo que subirse a la camilla para acometer la tarea, primero de rodillas y luego ya literamente de pie con el propósito de ejercer mayor presión y que el chorro no le diera en la frente. Como es bajita y delgaducha no tuvo problemas a la hora de auparse mientras yo me esmeraba en sujetar el bacín contra el cuello para no chipiarme en exceso. Al segundo chupinazo recuerdo que sentí entrar el agua a raudales como una catarata contra el tímpano hasta que me quedé sordo durante un rato. En ese instante entraron dos compañeras de la enfermera. Simplemente las vi aparecer en escena, como si hubiesen traspasado la pared. No sé si preocupadas por el tiempo que estábamos gastando en el empeño o porque habían quedado en almorzar juntas y la interfecta no llegaba, el caso es que pillaron otra jeringa, de plástico en esta ocasión, intentando agilizar aquel absurdo sin llegar a luxaciones ni roturas de escafoides, tal era la complejidad que pronosticaba el entuerto. Literalmente cubierto de papeles, para que al salir de la consulta tuviera un aspecto respetable, vi cómo una moza aguerrida, morena y rechoncha, se ajustaba las gafas mientras sacaba por la boca el extremo de su propia lengua y subía también a la camilla con ciertas dificultades dispuesta a rellenar de agua caliente mi oreja opuesta. La tercera en discordia arrimó otro recipiente haciéndome señas de que lo sujetara con la mano libre. Era alta como un espaguetti y llevaba el pelo muy corto, por su estatura no necesitaba subirse también a la camilla, lo que agradecí sobremanera pues dudo mucho que hubiera aguantado la tara máxima. Estaba observando de reojo que se colocaba un estetoscopio cuando sentí al unísono un par de manguerazos entrando por los pabellones auditivos, se me nubló la vista y en un mareo simpático la entropía se dibujó a tiralíneas en el Centro de Salud. No fue como un viaje astral, pero casi.

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