El Cuaderno de Sergio Plou

     

viernes 6 de noviembre de 2009

Wellington, la capital kiwi




      He amanecido a eso de las seis y media, cuando el sol atravesó de plano los cristales de la furgona y arañó mis párpados, despegando una a una mis pestañas hasta dejar mis pupilas a merced de los sádicos fotones de las Antípodas. Es inútil colgar toallas. Incluso cerrar con pinzas los peligrosos espacios que las separan no impide el resplandor, que en esta zona del globo es muy traicionero, así que tendré que hacer un contrachapado a escuadra de las ventanillas o adquirir un antifaz, supongo que de amianto. Según nos desplazamos al sur, camino de Wellington, engordan las horas de sol y su potencia es tan cegadora que no me extraña que los cielos de Nueva Zelanda tengan la fama de ser los más limpios del planeta: brillan como si alguna subcontrata les estuviera sacando lustre desde el amanecer. No sé cómo se las ingenian los lugareños para continuar durmiendo.


    Apenas cubren sus caravanas con unos ridículos visillos estampados a través de los cuales es fácil verlos roncar a pierna suelta. Los más hiperactivos se preparan el desayuno muy sonrientes, con la felicidad que regala al rostro haber descansado de un tirón. A esas horas trajinaban por las instalaciones del cámping cuatro gatos —hablo de usuarios porque felinos no he visto ninguno— y eran los cuatro alemanes. Lo deduje por las camisetas, que aludían a una fiesta de la cerveza en Düseldorf, no porque abrieran la boca y delataran su acento. Ninguno de los cuatro se había afeitado y lucían todos ellos unas ojeras de a palmo. Iban recogiendo los bártulos en su vehículo de una manera mecánica, como si les hubieran dado cuerda y hubiesen decidido aprovechar la falta de sueño para avanzar unos kilómetros, no en vano había remitido el viento del día anterior y reinaba una jornada tan veraniega como difícil de creer en pleno noviembre, al menos para un ciudadano del hemisferio norte.


    Tras ventilar la furgoneta nos hemos pegado una ducha de espanto en las «facilities» del cámping. Los kiwis denominan «facilities» a los baños, la cocina y demás prestaciones, como la posibilidad de conectarse a internet, que era nula. Himatangi carece de cobertura para la telefonía móvil y la estática brilla por ausencia, de modo que no pude colgar las líneas de esta crónica, que suelo escribir a diario y apenas sin repasar, porque me caigo de sueño. La he subido a la red desde Newlands, uno de los barrios dormitorio de la capital neozelandesa. Si la ducha fue de espanto es porque el agua caliente salía tan ardiendo que mi rebuzno sobresaltó vívamente a un señor que, en la celda contigua, estaba haciendo sus deposiciones matinales. No fui el único en gritar, escuché un eco de Helena varios metros a la derecha, la convivencia siempre depara sorpresas. En este cámping existe tradición de encajar en la hierba las caravanas, entabicar las ruedas o sencillamente amolar la chapa hasta que parezca una casita. Estos mini chalecillos están en Himatangi para siempre. Les mola a sus dueños pasearse con los quads, así que los aparcan durante el invierno bajo un porche y pagan la iguala a la jefa del local, una dama maorí de penetrante mirada pero que en las distancias cortas parece sonreír cordialmente. Vive con su marido y un chaval de los que a los treinta tacos todavía resisten en la casa familiar parapetados tras la puerta de su dormitorio. Desayunamos unas tostadas y un cafecito —para Helena es un té— y tras el aseo personal nos pusimos en camino siguiendo la costa.

    Camino de Wellington hemos ido bordeando la costa. De vez en cuando se nos han cruzado unos cuantos automóviles antiguos, de los años treinta y cuarenta, pintados con alegres colores y en perfecto funcionamiento. La circulación se iba haciendo más densa, atravesaba con frecuencia las vías del metro-tren, que conecta todas las poblaciones cercanas con la capital. Recuerdo, si a estas horas no me falla la memoria, que hicimos un par de paradas para echar un vistazo a las playas. Los troncos de los árboles menudean en todas ellas, los arrastra el mar hasta la costa o los traen hasta ellas los ríos, cuando vienen de crecida al acabar el invierno. En Otaki y en Paparauma, encontramos también millares de conchas, trituradas o abrillantadas como la patena, además de mejillones blancos. Es difícil encontrar los más bonitos, que son anacarados por dentro y por fuera, y que se venden en las tiendas de recuerdos a modo de suvenir. Los lugareños pasean por la playa, hacen footing y cansan a sus perros. Hicimos también una parada en Paekakariki, donde una minúscula cala da por finalizada la gigantesca playa que hay frente a la isla de Kiripari, alargada y llena de vegetación, a la que no se puede acceder salvo con permiso gubernativo.

    Todos los pueblos que hemos cruzando hasta aquí tienen algún distintivo que pretende hacerlos únicos. Los hay que se basan en la pesca truchera, y a la entrada te clavan la escultura de un pez enorme, como en Taupo. Si tienen un museo del tranvía, como cerca de Paparauma, te colocan dicho medio de locomoción a la entrada de la localidad. Hemos visto zanahorias del tamaño de dos pisos, botas militares -que indican la presencia de un acuarterlamiento- desproporcionadas también e incluso un chucho leyendo el periódico mientras toma el sol. Los arquetipos, al estilo yanqui, son un reduccionismo pero sirven al turista para encasillar los lugares que va visitando en parcelas más asumibles. No encuentro otro sentido, y desconozco si semejantes tonterías se asumen como algo razonable entre los habitantes de Nueva Zelanda. Es, para hacernos una idea, como si a la entrada de Alicante te encontraras un zapato gigante, o en Valencia una naranja fabulosa. Tópicos.


    Buscando el cámping de Wellington nos salimos del itinerario. Estaba en una loma de la carretera nacional, en Newlands Road. Aquí bautizan a las carreteras con el nombre de la población a la que conducen, como si fueran calles. Así que teníamos el cámping en nuestras narices, pero hemos pasado de largo. A la segunda ha ido la vencida, y una vez descubierto el secreto de la entrada nos hemos colado dentro tan rícamente. Una vez aparcada la furgoneta (aquí la llaman campervan, pero no deja de ser una furgoneta habilitada para dormir y hacerse un café o un huevo frito), preguntamos como se llega a Welligton en autobús, y en un pis pas nos ha salido un afable guía, ya entradito en años, que no sólo nos ha indicado dónde se pillaba el 57, sino que iba en nuestra misma dirección -al centro-, se ha colocado en el asiento detrás del nuestro y nos ha ido radiando lo que se presentaba en el camino. Desde la entrada a la ciudad, pasando por el Ayuntamiento, el Parlamento del país, la Golden Mill -la zona de comercios, negocios y finanzas- , pasando por el puerto y el Te Pa de Nueva Zelanda (el museo nacional). El abuelete maorí nos sugirió que tomáramos el Cable (un teleférico) para subir hasta el Botánico, puesto que había salido un día de lo más «lovely».


    Wellington, la ciudad de los trolebuses, es ventosa y húmeda, sin embargo nos ha recibido con un sol radiante. Íbamos en manga corta. Nos despedimos con gratitud del anciano maorí y enfilamos al puerto para hacernos una idea más propia de dónde nos encontrábamos. Las gentes de Welligton paseaban arriba y abajo por los muelles, se acercaban a los bares y se sentaban en sus terrazas a tomar el sol. Se les veía contentos con el calorcillo reinante, hasta las chavalas, recién salidas del colegio, se ponían el bañador y se tiraban de punta cabeza a las aguas del puerto. Prueba de lo que digo es que nos sentamos a comer en un garito del centro y nos amenizaron el papeo por el hilo musical poniéndonos un Mambo que, en versión hispana, era lo que tenían más a mano. Resulta raro comerse unos macarrones en las Antípodas escuchando un Mambo de fondo, pero el camarero era muy amable. Tanto, que le pareció una buena opción que cogiésemos el Cable y subiéramos a ver el Botánico. Según nos comentó tiene alrededor de doce mil tulipanes, así que merecía la pena.

    El único problema, siempre existen inconvenientes en los viajes, es que al susodicho Cable —que es un emblema turístico de Wellington— se le mete un bruñido al menos una vez al año. Se le aprietan las juntas y se le engrasa la cincha. Y tocaba justo hoy. Hoy y un par de días más, porque quieren dejarlo a punto antes de que llegue el verano, que ya está muy cerca en el cono sur, de modo que tendremos que dejarlo para la vuelta. A cambio hemos hecho una visita al Te Pa de Nueva Zelanda, el museo más importante de Wellington. Nos cebamos en la planta cuarta, donde se exhiben las piezas maoríes desde el año 1300, con sus tótems, sus canoas, sus fachadas de pagodas y sus trabajos de lanzas, cuchillos y paletas, que elaboran en las llamadas "greenstones", unas piedras verdes similares en aspecto al jade, que pueden tallarse sin demasiada dificultad. Como a eso de las seis estábamos ya para el arrastre, hemos vuelto al cámping para comprar por internet los billetes del ferry a Picton. Mañana también estaremos en la capital, pero el domingo cruzaremos el estrecho de Cook para dar el salto a la isla del Sur. Hoy, en el museo, ya nos hemos ido haciendo a la idea porque tenían estampado en el suelo un mapa interactivo bastante grande del país. Podías patearlo un poco y comprender las dimensiones de lo que todavía nos queda por visitar, tal vez lo más impresionante de Nueva Zelanda.