El Cuaderno de Sergio Plou

      


La presentación de Fuera de Quicio

por Adolfo Ayuso

Biblioteca de Aragón
Zaragoza 20 de noviembre de 1998



     La estantería donde voy colocando los libros de Zócalo se va quedando pequeña. Tengo que desplazar de lugar algunos volúmenes para ir depositando las nuevas entregas del amigo Ocaña. Dentro de este esplendor editorial que disfruta Aragón —situación que debe llevar a la acción a los responsables culturales de las instituciones— la pequeña empresa de Ocaña presenta unos rasgos propios. Uno de ellos el riesgo, muchos de los libros son primeros libros o primeras novelas. Frente a la política de otras pequeñas editoriales de publicar obras menores de autores conocidos, Ocaña opta por publicar obras de escritores poco menos que desconocidos. El olfato literario de Ocaña resulta cuando menos sorprendente, escucha a los amigos que lo aconsejan pero siempre es él el que dictamina. Y lo hace casi siempre con gran acierto. El último libro que tuve el honor de presentar junto a José Luis Rodríguez en esta misma sala fue Frío de vivir de Carlos Castán y todos nosotros, y las grandes editoriales, conocemos ahora la talla de un escritor sólido y reflexivo. Por fortuna Rosa Regás y algunos de los críticos de los diarios nacionales, resaltaron que este hombre fue descubierto por un editor de provincias que todos los domingos extiende sus libros de viejo en el rastro zaragozano. La nómina de escritores que ha ido pasando es amplia y Ocaña amenaza con nuevos y poderosos descubrimientos. Como el libro que hace el número quince de su colección de narrativa a que es la novela de la cual vamos a hablar en los siguientes minutos.

     Fuera de Quicio es una novela a la que hay que aproximarse con cautela porque en su interior no se respeta ninguna limitación de velocidad, se circula por los arcenes, se adelanta sin marcar y nadie hace caso de las señales de stop ni de los pasos de cebra. Sergio Plou, su autor, la iba a llamar «Jarabe de Palo». Pero el éxito impetuoso del «Depende» de Pau Donés le llevó a rebautizarla como Fuera de Quicio. Si uno era bueno, éste me parece todavía mejor.

     Para el quicio de Fuera de Quicio, Eduardo Laborda ha encontrado un pórtico excepcional: un fragmento del cuadro titulado La conferencia de la paz. Es obra de un pintor que no tuvo paz ni fama, cometió uno de los errores más graves que puede cometer un artista: fugarse a Suiza con la mujer de su marchante, el mismo marchante de Picasso, lo que indica que no era un marchante cualquiera. Y que juró venganza por la afrenta cornúpeta que Ismael de la Serna —nacido igual que Ocaña en Córdoba y que nada tiene que ver con don Ramón Gómez de la Serna—, le infringió. Tiene tintas de Solana y trazas de El Bosco y sirve como anuncio de lo que va encontrar en su interior. Se nota que Eduardo Laborda ha leído la novela con atención y pinta en la puerta de la barraca de feria un fresco estremecedor. Presenta a una especie de sabio ascético y a un bello y ambiguo arlequino que contemplan una bola barroca —¿un juguete, la bola del mundo?—, rodeados de monigotes, hombre—ornitorrinco y almas en pena que bajo la mesa del mundo barritan su soledad y desatención.

     Helena Castillo nos deja en la solapa del libro la foto de un hombre que mira desde abajo al lector. Hay pocos casos en que el autor nos mire desde el fondo del libro. El autor se suele situar al mismo nivel que el lector cuando no lo hace desde un podium. Sergio Plou tiene cara de niño, cara de sorna, la misma cara de tierno desaprensivo que Tom Sharpe. Desde luego no tiene la cara esperada en un colaborador habitual del Heraldo de Aragón —un periódico del que se espera que su personal vaya con bombín del Times—, y mucho menos, de alguien que desde sus páginas apuntaba con su rifle literario a tanto melón de la política y de la sociedad en la sección denominada Punto de Mira.


1998. Fotos promoción. Y presentación en Huesca, con Carlos Castán e Ismael Grasa

     Recuerdo uno de ellos, titulado El Delirio y que fue publicado cuando Belloch buscaba a Roldán por medio mundo y Pepe Marco y Treviño intentaron capitalizar una visita de Alfonso Guerra a Zaragoza: «Don Alfonso Guerra, vicesecretario incombustible y riñonera populista, no se acercó hasta el Ebro para cenar en multitud sino a tomarle el pulso a la agonía».

     Antes de empezar la novela, hay una cita. La cita debe ser una llave que abre la puerta de la primera página del libro o una linterna que nos alumbre en la lectura. En la mayoría de los casos suele ser un sello de presunción o una maniobra de despiste. «En tu lucha contra el resto del mundo, te aconsejo que te pongas de parte del resto del mundo», que Plou atribuye a Kafka. Pero que podría ser una máxima puesta en boca de Aznar por sus asesores neoliberales, la conseja de un capo de la mafia a sus protegidos o un eslogan publicitario de El Corte Inglés.

     En todo caso es una buena llave para entrar, al fin, en el libro. Una llave, casi una ganzúa, muy oportuna para abrir estos años tan estúpidos que nos toca vivir.

     La novela se estructura alrededor de cuatro frenéticos capítulos que coinciden con cuatro días de infarto para Gabriel Roda, periodista, narrador y protagonista de sus desdichas. Comienzan un viernes 30 cuando la pelirroja Cynthia, una conductora de autobús que es su mujer, decide que tienen que cambiar de piso. Un traslado que llevarán a cabo el sábado 1 —lo que indica que es un mes de treinta días y probablemente junio o septiembre dado que se montan en un taxi que lleva ventilador— y lo que podría ser sólo una molestia acaba transformándose en un pandemonium donde se mezclan viudas libidinosas, cofrades de la Hermandad de la Sangre, canciones de El Niño Gusano, fracturas y bofetadas, rifas, sectas y timos piramidales. Todo en un siniestro edificio —El Imán—, situado en el extrarradio, en un lugar donde “las industrias despliegan banderas de humo y las viviendas se visten de hollín”. Ese edificio hace de polo magnético que atrae la miseria moral y la estupidez de este fin de siglo.

     Desconozco si Sergio Plou arrastra pocos o muchos elementos autobiográficos, supongo que algunos. Quizá esa determinación por perfilar el carácter de los hijos Medianos —los que no son primogénitos ni benjamines—, quizá en algún aspecto más de la personalidad del protagonista, a lo mejor en la fascinación por las mujeres que son pelirrojas, conducen autobuses y le sobran arrestos para encararse con las babosas:

     «Mi pelirroja, que en la última huelga general tomó el mando de un piquete y no salió ni un autobús de cocheras, abrió de un puntapié el despacho, encontró al mafioso de cara y lo estampó contra la pared. Se agitaba igual que una liebre y sus fundas de oro mostraban una lengua turbia y aceitosa. Para que dejara de moverse Cynthia le pilló por el escroto y le dijo muy despacio: Te has olvidado de algo querubín». En todo caso me importa un rábano esa vana discusión sobre la personalidad del escritor en la personalidad de sus personajes. Coincido con Sergio en que todos los autores entierran parte de sí mismos en sus obras, pero ya lo dijo Truman Capote: «Nada de cuanto he escrito en mis obras es autobiográfico; excepto por un camino oscuro, por un camino que quizá ni yo mismo podría señalar».

     ¿Ha querido hacer el autor una parábola de este mundo? Es posible, los escritores siempre estamos intentando describir el mundo. Y el mundo está lleno de vecinos insoportables, de parejas con altibajos y broncas, de polvos cogidos al vuelo, de sabandijas que nos tientan con sucios negocios, de amigos que tienen la ética en el culo y que ahora, en este mundo de macrolibertades virtuales, se atreven a pregonar sus miserias porque forman parte de su libertad individual. «La gripe es una metáfora de España. Porque el país está deprimido y la niebla, como la corrupción, se cuela por el teflón y atraviesa las ventanas», disparó Plou en un Punto de Mira que tituló el Antigripal. En fin, un mundo fuera de quicio. Un mundo que Sergio ve –o ha visto siempre – con microscopio médico, ¿serán resonancias autobiográficas?

     Un mundo que necesita de vacunas antigripales, árnica y hasta es posible que amputaciones. Al menos una parte de sus habitantes debieran recibir una buena dosis de laxantes. Probablemente Boris Vian también escribía parábolas. Pero a veces entendemos mejor el mundo en La Hierba Roja o El otoño en Pekín que en un soporífero tratado de sociología o en un almibarado noticiero de Antena 3. Resulta curioso que varios autores aragoneses describan el mundo a través de hipérboles delirantes, de acción anfetamínica. Ya publicó Zócalo Ella, yo y los demonios, de Sergio Vilchez. No podemos olvidar las obras de Mariano Gistaín —también periodista, también, como Plou, columnista— El polvo del siglo (en Xordica) y La mala conciencia (en Anagrama). Quizá a aquellas personas que deben escribir en los diarios sobre el metabolismo de nuestra sociedad no les quede otro recurso expresivo que el ladrido de Buñuel y el delirio de la fiebre.

     A estas horas no debo decir más bobadas. Me gustaría leer la crítica que haría Sergio Plou de una novela que se llama Fuera de Quicio, de la primera novela de un actor que ha interpretado a Sófocles, a Shakespeare, y que conoce palmo a palmo la geografía del teatro y la grandeza de los camerinos que apenas poseen un espejo donde mirarse. Y lo digo porque Sergio Plou ha hecho crítica en las páginas culturales del Heraldo; muchos, la mayoría de los libros sobre los que escribió eran novelas que no llegaban a las listas de superventas. Fuera de quicio es probable que tampoco acceda a estas listas, lo que deseo es que encuentre lectores y no, como ocurre con tanto éxito de pacotilla, comparsas que la vanaglorien. Lo que deseo es que Ocaña y Victoria sigan apostando por obras arriesgadas. Lo que deseo es que Fuera de Quicio reciba críticas de los sergios plous que aún existen en periódicos de provincias y en algunas buenas revistas literarias. Que acaben como la que Sergio dedicó a un libro de Maurice Pons, publicado por Siruela y titulado Las Estaciones: «El resultado final es un texto que captura al lector por su crudeza, su extraña sinceridad y el exquisito estilo de un autor que no deja piedra sobre piedra».