El Cuaderno de Sergio Plou

      

martes 10 de noviembre de 2009

Calas, peñotes y pinos a mansalva

De la Bahía de Tasmania a Charleston por Rotoroa Lake




AUCKLAND

ZARAGOZA


   

   

      Tuve que subir la crónica de ayer con el ordenador tirado en la hierba y rodeado de patos. ¿Cómo he llegado a tal extremo? Levantándome distraído, completamente sopas tal vez. He ido camino de la ducha del cámping con cincuenta céntimos de dólar en el bolsillo —que es lo que cuestan cuatro minutos de agua caliente en Kaiteriteri— y al salir del cuarto de baño caí en la cuenta de que me había dejado la toalla en la furgoneta.

    Fue un comienzo ingrato. Me puse la sudadera, tirando de ella para cubrir mis vergüenzas como si fuera una colegiala, y mediante un trote ligero –haciendo ver al resto de los campistas que hacía un día precioso y disimulando que no llevaba prenda alguna desde el ombligo hasta las chancletas-alcancé el vehículo con una donosura sin parangón en las Antípodas.

    El segundo chasco —no llevaba las llaves— propició una escena de cine mudo. Tientas la suerte para averiguar si te has dejado alguna puerta abierta, comprendes que la seguridad alcanza niveles absurdos, porque todo está chapado a cal y canto, y al intentar la entrada por el avance (la simpática tiendecilla de campaña que se acopla al culo de la caravana), te ves saltando por encima de la cocinilla y a renglón seguido dándote de bruces contra la recién adquirida manta de alpaca. El resto se da por añadidura. Cuando empiezas la mañana con el pie izquierdo todo son meteduras de gamba, pero en Nueva Zelanda llega un instante en que la fortuna te sonríe –todavía desconozco la causa- y cualquier desastre se endereza.

    Reconozco que me costó. Me entraron unas prisas locas por desayunar, recoger la vajilla y salir pitando rumbo a la playa. Eran las ocho y media y el Sea Shuttle partía a las nueve en punto para recorrer la costa del Abel Tasman National Park, y aún no había conseguido subir la crónica de la jornada anterior, por eso me vi abriendo el “lat top” en el verdín mientras los patos reclamaban su parte.

    Ocurren cosas extrañas con las comunicaciones en Nueva Zelanda. Encuentras establecimientos que no te permiten subir más de 50 megas, otros te cobran por minutos, los hay que apenas gozan de cobertura, así que intento no amargarme con el asunto pero en muchas ocasiones me las veo y me las deseo para publicar estas líneas. Y eso que ufano de mí había adquirido un módem internacional que me permitiría estar conectado como si estuviese en casa. Ja. Aquí, en las Antípodas, hay que pagar un peaje especial. Los cielos y las tierras constituyen “propierty” y la propiedad es sagrada.

    A bordo del Sea Shuttle, un catamarancillo de cómodas bancadas forradas de gomaespuma y cuubiertas de plástico verde, comencé a observar la vida del color del agua. Me aprestaba a conocer la bahía del Parque Nacional de Tasmania desde las costa, curioseando sus calas, sus peñotes y sus frondosos pinares. Me recordaba ligeramente a la Costa Brava, aunque con una frondosidad salvaje. El catamarán, regentado por un capitán descalzo y un grumete que bajaba las ventanillas de poliéster si el mar se nos venía encima, lo mismo hacía las labores de intendencia entre las casas, restaurantes y refugios de la costa, que recogía a campistas, senderistas y curiosos entre una playa y otra. Era una especie de taxi turístico, un autobús marítimo.

    Salimos a las nueve y diez minutos de la playa de Kaiteriteri –siempre se repetan los diez minutos de galantería para los tardanos- bordeando Kaka Island (la isla se llama así, y desde luego no hace honor a su bautizo) hasta llegar a la Bahía de las Torres, donde da la impresión de que se elevan dos pequeñas edificaciones de piedra, que resultan ser dos pedruscos considerables. Cruzamos la Roca de la Manzana, cuyo color es más bien blanquecino, y surcamos las tranquilas aguas turquesa del Mar de Tasmania haciendo pequeños altos en la navegación para que el capitán nos fuera largando un monólogo más o menos humorístico a propósito de las zonas que íbamos a visitar mientras subían y bajaban los pasajeros a realizar distintos pasatiempos. Entre la costa y la isla de Adela, cruzamos el estrecho del Astrolabio para dirigirnos a la Cueva de Watering, donde el capitán, mucho más informal –si la informalidad cabe en los neozelandeses, pues van a menudo a sus anchas- se sentó en uno de los respaldos de las bancadas y con los pies en el asiento nos explicó que estábamos surcando parajes de más de trece millones de años de antigüedad, cuyo medioambiente se respeta lo más impoluto posible. Acto seguido doblamos la península de Pukatea y fondeamos en Anchorage, donde se apeó una parejita y los dos tripulantes (el capitán también arrimaba el hombro) fueron descargando fardos en la arena. Las costas eran de una frondosidad apabullante, las casa de madera, a modo de palafitos o de lodges, quedaban semiocultos entre la vegetación y apenas se veía la mano destructiva de la humanidad en las calas. Hicimos otro alto en Boundary Bay, navegamos dejando a la derecha la isla del Pinnacle y nos acercamos a la bahía del Mosquito.

    No hizo falta llegar tan lejos para comprender que en la zona norte de la Isla del Sur de Nueva Zelanda, los mosquitos, negros y pequeñajos como el demonio, son de lo más plasta. Se quedan en la piel a chuparte la sangre aunque les sacudas de plano, te dan un mordisquillo del que apenas te das cuenta, y al rato escuece que te cagas. De recuerdo te dejan un avón de lo más majete, así que ya nos hemos pillado un repelente por diez dólares (cinco euros de vellón) que los mantiene a raya. Al pasar Bark Bay no tardamos mucho en llegar a Tonga Island –que no tiene nada que ver con Tonga, el país- donde el Sea Shuttle se arrimó a las costas de piedra para que pudiéramos contemplar en acción a las focas. A ojo de buen cubero echamos la vista a media docena de ellas, incluso pudimos contemplar a una pareja tonteando hasta que, hartas de nuestra curiosidad, se zambulleron en el mar. Después sorteamos el Cabo de la Cabeza de Abel –no encontramos la de Caín, desconozco las razones- y llegamos a las once menos cuarto a la playa de Totaranui, donde desembarcó un grupo de excursionistas.


    El regreso a Kaiteriteri, por conocido, fue algo más aburrido, aunque en una de las paradas recogimos a un batallón de escolares que «animaron» la vuelta. Empezamos con un sol creciente y hermoso, y acabamos con cielos nublados y destemple, acrecentado por la humedad. Una vez en tierra volvimos a la fugona, tras templarnos con el consabido capuchino y el clásico muffin de rigor, decidiendo no acercarnos hasta Golden Bay por lo impredecible del clima. Golden Bay es la zona norteña del Abel Tasman National Park, donde la tierra quebrada forma una bahía de arena fina semejante a una guadaña. No se puede ver todo, so pena de empacho, y menos si el tiempo amenaza lluvia. Así que regresamos a la localidad de Motueka para tomar la carretera de los viñedos, las ovejas y los consabidos buzones de Nueva Zelanda con el propósito de comer a la orilla del Lago Rotoroa, en el Nelson Lakes National Park.


    Puede parecer una tontería, pero Nueva Zelanda está sembrada de parques nacionales. Das una patada en el suelo y salta un parque nacional, así que hubieran terminado antes declarando el país entero como un monumento medioambiental, o una reserva planetaria, tal es el grado de vegetación que se disfruta por todas partes, ciudades incluidas. En plan domingueros, sacamos la mesa plegable y las sillas en medio de una vereda –con sus mosquitos, por supuesto- dispuestos a hincar el diente a un melón australiano, unos quesillos Hverat y demás suculencias que llevábamos en la nevera portátil, y nadie nos lo impidió, cosa que agradecimos sobremanera. A medida que avanzamos hacia el sur las jornadas diurnas se hacen más largas y las personas escasean. Hay que echar combustible en las gasolineras que nos salgan al paso, porque no sabes muy bien cuándo podrán llenar de nuevo el depósito, y los lugareños, cuando te ven pasar, te saludan como si te conocieran de toda la vida. Después de la comida, nos acercamos hasta Swing Bridge, donde hicimos un  descanso relativo para cruzar a pie un puente colgante de 160 metros de largo.

          

    Sobrevuela un río encañonado a unos cincuenta metros de altura, y pese a mi vértigo habitual superé la prueba sin demasiadas dificultades. Es cierto que fueron pocas las veces que me deleité con el abismo, no fuera a darme un yuyu. Hemos acabado la jornada en un cámping de Charleston, a veinte kilómetros de Westport y a otro tanto de Punakaiki, que es la puerta de entrada al Paparoa National Park. Charleston es una pequeña aldea frecuentada por pescadores de truchas. En el cámping hay una docena de pescadores, con las enormes botas de goma colgando de las rancheras y las caravanas, pero tienen la cocina bien pertrechada. Aquí no hay cobertura siquiera para los teléfonos móviles, así que hasta que no lleguemos a Greymouth seguramente no podré colgar esta crónica. Mientras tanto me deleito con los ronquidos de un abuelo que duerme a mandíbula batiente en el remolque de al lado.