Antes y Después

borrador de una vida




           Alrededor de las once menos cuarto y enfrascado en mis pensamientos, recorro la calle de san Vicente de Paúl en dirección al Ebro. Es undía sin cierzo, anubarrado y muy plomizo, parece que quisiera llover y la neblina que baja del río todavía se resiste a abandonar el final de la calle.

          La Magdalena, en pleno Casco Antiguo de Zaragoza, no es desde luego un barrio convencional. Se respira cierta libertad, huele diferente y la casa de Conchi está impregnada de ese mismo aroma. Se cuela por las ventanas, por la puerta abierta y descansa sobre los sofás, las plantas, los retratos, hasta crear una fina película de ternura invisible a primera vista.

           —Hola Sergio —me saluda Conchi —. Pasa, estás en tu casa.

            Conchi sonríe con naturalidad, mostrando sus pequeños dientes y recogiendo del suelo un montón de bolisas. Las gatas están despeluchando.

           —Tienes una casa muy acogedora—le digo—, es una pena que la vayas a vender.
          —Tampoco voy muy lejos, dos calles más arriba. El mercadillo seguirá ahí al lado, igual que la plaza del Pilar, los jueces y el ayuntamiento, así que no me largo de la Magdalena. Y menos ahora, que han arreglado san Vicente de Paúl. Incluso han montado una especie de sucursal de la Diputación, ¿te has dado cuenta?

           Conchi me esperaba casualmente en el pasillo donde la encontré pasando el escobón, ques se apresura a recoger para ir preparando un desayuno para dos. Aprovecho para quitarme la cazadora, la bufanda y los guantes de colorines, que deposito sobre uno de los sofás y me encamino a la cocina.

           —¿Café?
         —Sí, gracias. Hace unos años —recuerdo que empecé a desarrollar una conversación—, en ese edificio de la Diputación estaba el «Mixto 4», uno de los institutos más despiertos de la ciudad.
           —Es cierto, ahí es donde comencé a dar Autodefensa.
           — ¿No me digas?

           A Conchi se le iluminan los ojos.

           —En la Capilla—continúa—, imagínate. Desmontaron las cosas de la Iglesia, clavaron unas espalderas y la convirtieron en un gimnasio...
           —¿Y había suficiente intimidad?
        —¿Que si había curiosos? —pregunta Conchi—. Siempre los hay, pero en aquella ocasión tuvimos el curso de Autodefensa por la noche, no había otra hora disponible.

           Conchi elige una naranja del frutero, la corta en dos y pone en marcha el exprimidor. Le apetece un buen zumo.

        —De todas formas—reflexiona alzando la voz—, la curiosidad de los hombres es muy chocante. Les cuentas que vas a dar un cursillo de macramé y ninguno se escandaliza, pero si les hablas de un curso de Autodefensa les cambia la cara. «Ah» —gesticula Conchi imitando a un hombre de los de toda la vida— «tú enseñas a las mujeres a que nos peguen ¿no?»

           Conchi me mira de reojo y se rasca la cabeza con suavidad. Su pelo es corto y rizado, del color del fuego.

           —Hay hombres que tienen una manera bastante ridícula de ver las cosas.
           —Hay hombres que nos tienen miedo —afirma Conchi mientras nos encaminamos al cuarto de estar—. Y a las mujeres nos cuesta creerlo.

           Deposita la bandeja sobre una mesita de cristal y tomamos asiento. Me sirvo un café con leche. Las galletas están pidiendo a gritos que alguien se las coma. Conchi me anima y se ajusta la cremallera del chandal.

           —El miedo de los hombres tiene una medida muy especial. Mientras desayunamos tranquilamente, un hombre, en alguna parte, está maltratando a una mujer. Los hombre maltratan a las mujeres desde siempre y resulta que luego, fuera de casa, son unos cobardes.
           —¿Hay algo de ignorancia también en su actitud?
         —¿Por supuesto. Pero ¿como calificas a esos señores doctores, artistas o políticos que, con su carrera y toda su cultura a cuestas, siguen atizando a las mujeres? ¿No han aprendido a comportarse o es que no quieren? La ignorancia es muy cómoda. Y muy atrevida también, porque hay casos sangrantes. El otro día, sin ir más lejos, apareció un psicólogo en la tele, en Canal 44, y dijo que el machismo era igual que el feminismo.

           Se humedece los labios y se da cuenta de que los tiene cortados. Aprovecha la circunstancia para profundizar en lo que estamos hablando, es la primera vez que hace un silencio para subrayar sus argumentos.

         —Lo dijo todo un doctor en Psicología, un profesional que luego atiende en su consulta a personas con problemas. Estamos hablando de un individuo que trata los cocos de la gente. Se supone que este señor no debería soltar semejante burrada y quedarse tan ancho. Así que cogí el teléfono y llamé. Le dije que cómo se atrevía a confundir el machismo con el feminismo. ¡Pero si no tienen nada que ver! El Feminismo es una herramienta para ayudar a las mujeres... Por ejemplo, a igual trabajo igual salario. El Feminismo promueve que las mujeres no sean maltratadas. El Feminismo exige que una mujer que quiera salir a la calle a las cuatro de la mañana no sea violentada por un hombre. Y no te hablo de atracos, que a estas situaciones está expuesto todo el mundo, sino al derecho de tomarte un café sin que se te acerque el pelmazo de turno.

           Las gatas hacen acto de presencia. Curiosean por el cuarto de estar y se aproximan al radiador. Una de ellas es blanca y la otra atigrada. El radiador está pintado de un lila casi eléctrico y la gata blanca salta sobre el sofá buscando el regazo de Conchi.

         —El Feminismo es muy sencillo —continúa mientras la acaricia—, nace de un profundo cansancio a que te llamen tonta. A que te califiquen de inepta. Fue ese cansancio el que me empujó a soltarle al psicólogo por televisión que cómo era posible que un doctor de una carrera como la suya fuera a un plató para decir semejante estupidez. ¿Pero tú has oído alguna vez que las mujeres maltraten a los hombres? Yo no. Sin embargo ciertos hombres sí que maltratan a las mujeres, incluso cuando ellas se quieren separar de ellos. Y eso es machismo. «Tú conmigo o con nadie». Machismo es querer tener a la tía debajo de ti. «Usted», le dije al psicólogo, «no tiene ni puñetera idea de lo que habla». Que el vecino de enfrente suelte lo que decía este fulano, pues tira que te va, pero que lo diga un psicólogo de carrera y en un medio de comunicación es muy grave.

           La gata a rayas se aproxima al desayuno, Conchi advierte el peligro, la saca de la habitación y cierra la puerta.

        —¿Sabes lo que me contestó? —pregunta indignada—. Pues nada. Sencillamente nada. Así de claro. Colgué y esperé su respuesta por la televisión pero como eran tres tíos en una tertulia y los tres, curiosamente, estaban de acuerdo con el psicólogo no se les ocurrió nada mejor que echarse a reír. «Nos ha pillado una feminista», dijeron.

           La propia Conchi no da crédito a las palabras. Intenta digerir la frase pero todas las letras se niegan a cruzar por su garganta, se equivocan de camino y se las topa en la nariz. Una vez allí las restriega con fuerza.

           —Fíjate qué contestación, ¿tú crees que en esa respuesta hay ignorancia? La gente confía en los psicólogos...
           —También los ve reírse de pura impotencia. Se descalifican como machotes al refugiarse en la estética masculina...
          —Visto así, mi llamada aún sirvió para algo porque el psicólogo ya no volvió a hablar en toda la tertulia. Supongo que fue su manera de entenderme: de lo que no se sabe no se puede hablar. Porque este psicólogo en lugar de hablar del machismo, que de eso sí que entiende, confundió las churras con las merinas y dio pie a que yo telefonease. También llamó después una señora y fue entonces, que hay que decirlo todo, cuando me quedé helada. Por lo visto aquella señora era la esposa de un militar, y soltó que a su hija no le pusieron ningún problema para entrar en la Academia. Ya ves... La señora tiene ahora dos militares en casa y le ha dado por pensar que las feministas somos feas.
           —¿Feas?
          —Lo dijo como lo cuento y sin cortarse un pelo: «Todo el mundo sabe que las feministas son unas resentidas porque son feas». Y esa sandez terminó de hacerme polvo porque la gente de la tertulia volvió a partirse de risa. En fin, un desastre. Cuando sales del cascarón de las amistades, ¿no tienes la sensación de que estamos como hace cincuenta años?
           —La verdad es que sí, pero como no quiero deprimirme y estas galletas me están cayendo divinamente prefiero verlo desde otra óptica. Al intervenir en un medio de comunicación corres el riesgo de formar parte del espectáculo, ¿no?
           —Lo sé, pero es muy lamentable.
           —Llama la gente y la trampa funciona.
          —Con ciertos asuntos no se juega. Buscan la carnaza, estoy de acuerdo, pero volviendo a los psicólogos —Conchi sonríe deliberadamente—, ¿sabes que el primer colectivo de lesbianas de Zaragoza lo formamos una moza y yo? De aquella experiencia lo que más me sorprendió, entre otras muchas cosas, fue que vinieran mujeres «en tratamiento». A la primera le pregunté que por qué venía y me contestó: «Pues no sé, se ha enterado mi psicóloga de que habéis puesto en marcha un colectivo de lesbianas y me ha dicho que mi sitio estaba aquí. Que aquí me curaría».

            La mirada de Conchi, de unos expresivos ojos azules, casi verdes, se abren de pronto como platos.

           —¿Como si ser lesbiana fuera una enfermedad?
          —Y esta mujer tuvo mucha suerte porque cayó con una psicóloga y lo vio claro desde un principio. «A ti, hija mía, no te voy a recetar pastillas porque no te pasa nada de nada. Lo único que te ocurre es que no te rodeas de la gente adecuada. Debes de convivir con las personas que son como tú, así comprenderás que no eres la única. Que no estás sola».
           —¿Y fueron muchas mujeres enviadas por psicólogas?
         —Unas cuantas... Pero algo voy a decir, si no hubiéramos formado el colectivo no estaríamos hablando ahora de este asunto. Todavía recuerdo —hace memoria Conchi— que nos entró una por la puerta y soltó: «¿es aquí donde se reúnen las lesbianas? ¿Me dejáis poner un cartel?». Nos quedamos todas mirando y entonces una le respondió :«mujer,si no es un póster de Franco...» Estamos hablando de la época de la transición, ¿eh? Total, que le echamos un vistazo al cartel de marras.
           —¿Y qué decía?
           —«Busco chica que esté buena».
           —¿Y lo admitísteis?
      —Le dijimos que no podíamos colocarlo, claro, pero las razones más evidentes se las hubiéramos podido dar unos meses más tarde, cuando las prostitutas se pusieron en contacto con nosotras —recuerda con cariño—. Prostitutas lesbianas, ¿comprendes? ¿Y eso cómo se come?, pensarás.
           —En esta vida se come como se puede.
           —Ponte a indagar y verás el sufrimiento de esas mujeres a las que no les gustan los hombres y se prostituyen con ellos. La primera que vino, para colmo, acababa de formar una pareja estable con su amiga.
           —¿También era prostituta?
          —Su amiga no, pero hay de todo. A mí me gusta conocer a las personas, ¿sabes? Meterme en todos los sitios. Así que me hice amiga de las dos y conocí su ambiente. Nos veíamos en un garito de la calle Pignatelli, que ahora ya está cerrado, en el mismo meollo de la prostitución.

            Me doy cuenta de que el tiempo se ha detenido. A veces ocurre que se congela el reloj en una imagen del pasado y nos trae un sentimiento profundo.

           —Es una experiencia que te vuelve la cabeza del revés —confirma Conchi—. Había una prostituta lesbiana y gitana, para más señas andaluza de Sevilla, a la que un abuelo especialmente baboso se le acercó de repente y le dijo que si se quería acostar con él. La prostituta, para que te hagas una idea de lo violento de la situación, estaba sentada sobre su amiga, que era su pareja. Cerró el trato con el abuelo y, como si nada, le dijo a su amiga que tenía que irse. La otra le respondió a bocajarro: «despáchalo pronto y vuelve». Regresó a la media hora. Supongo que se lo montaba en un coche, no sé, y escucho a la andaluza que suelta: «ej que soy muy celosa».
           —Los celos nos afectan a todos.
           —Los celos normales y corrientes sí, de todas maneras parece que los hombres se manejan peor.
       —No me cabe la menor duda. En una sociedad patriarcal, la mujer está siempre bajo sospecha. Entre otras causa porque la fidelidad de un hombre heterosexual depende, a menudo, de lo buena que esté la hembra más próxima.
           —Cree el ladrón que todos son de su condición.
           —O pega a tu mujer que ella ya sabrá el porqué.
           —Es una de las causas por las que tenemos que aprender a defendernos, como las amazonas.
           —Amazona, en griego, significa «sin pecho».
           —¿Sin pecho?
          —Era una tribu guerrera que vivía a orillas del Mar Negro. Cuentan de las amazonas que solían quemar el seno derecho a las niñas para que manejaran mejor el arco.
         —Las sociedades matriarcales se han estudiado poco y con prejuicios. La Historia está contada por los hombres y cuando los hombres se encuentran con cosas como ésta suelen quedarse con el morbo. Hay que hacer un esfuerzo, debemos pensar en lo que estarían soportando aquellas mujeres y a lo que tuvieron que llegar para defenderse.
           —Sobrevivir a cualquier precio.
           —El papel de las mujeres en la guerra es el de víctimas, pero también son el botín. Uno de los colonizadores más famosos del mundo, Cristóbal Colón, se lo pasaba bomba en las Indias. Arrancaba dientes, rajaba orejas... Machacaba al personal.
           —Y los convertía en esclavos.
          —Y en esclavas, muchas esclavas —continúa Conchi—. Una señora se coló una vez en mi casa y después de curiosear un rato me dijo: «lo que necesitas tú aquí es un hombre». Era una señora mayor, claro. «No se preocupe», le respondí, «que yo puedo valerme por mí misma».
           —El paraíso de la mujer no es de este mundo.
         —Hay que peleárselo constantemente y la lucha es muy dura. La lucha se llama Feminismo porque la Tierra siempre ha sido de los hombres y es muy difícil, en una Tierra de hombres, ser mujer. Si encima eres madre, feminista y lesbiana entonces ya ni te cuento. Otra cosa es que estés acostumbrada o que tengas las espaldas anchas.
           —La familia también influye. Y la tuya es numerosa.
           —Doce hermanos son muchos hermanos, sí, pero no entiendo a dónde quieres ir a parar.
           —A que sólo te hubiera faltado ser actriz o escritora para completar el cuadro.
          —Yo pienso que todos llevamos algo dentro. Unos lo sacan y otros se llevan a la tumba esa inquietud. Han muerto muchas lesbianas sin saber que eran lesbianas. Las actrices y las escritoras, por lo abierto de su oficio, habrán tenido seguramente la oportunidad de reconocer su sexualidad. Vete a saber. Pero, ¿y las demás? En una sociedad donde no está bien visto ser gay o lesbiana hay que tener mucha valentía para romper. Y se avanza todos los días, ¿eh? No veas la envidia que me dan las chicas lesbianas de ahora. En comparación lo tienen todo tan fácil y tan bien que, jodó, ojalá lo hubiera tenido yo así... ¡Ni me hubiese casado! A su edad yo desconocía muchas cosas. Tantas que, por mucho que quisiera aprender, en todas me faltaba experiencia. Las jóvenes de hoy ya tienen esa experiencia. En mi familia, por ejemplo, hay otra lesbiana: mi sobrina. Mi sobrina tuvo la fortuna de tener una tía que pudía echarle una mano.
           —¿Te pidió ayuda?
           —Ella lo mediodijo y yo lo adiviné.

           La gata blanca mordisqueó la planta que tenía más próxima, supongo que no prestábamos la debida atención a sus movimientos. Conchi se levantó del sofá y la echó de la habitación sin contemplaciones pero la gata que estaba fuera, la atigrada, encontró un resquicio y se coló de nuevo en el cuarto. Tras echar una mirada de resignación, la anfitriona busca un paquete de tabaco y me ofrece un cigarrillo. Por entonces fumaba.

           —Mi sobrina estaba pasando lo suyo y me llamó por teléfono muy apurada, tenía problemas.
           —¿Problemas?
        —Sí, estaba enamorada. «¿Desde cuándo es un problema estar enamorada?», le pregunté. «Es que te hablo de un amor diferente», contestó. «¿Te has enamorado de una chica? Tampoco tiene que ser un problema, ¿no? Ya sé mujer que vives en el pueblo y que tu padre es muy machista qué me vas a contar... Tu padre es mi hermano, ¿no?»
           —Y tu hermano, ¿lo comprendió?
          —Mi hermano prohibió a mi sobrina que viniera a Zaragoza y la cría, cuando tenía un fin de semana libre, se iba a ver a su abuela de Alicante. Éso decía en casa, pero me venía a ver a mí.
           —¿La abuela era cómplice de tu sobrina?
           —Lo dudo. Mi hermano pensaba que yo era una mala influencia para la cría, y no era el único que pensaba así.
           —Hay gente que ve en las lesbianas algún vicio raro, algo que se transmite por contagio.
           —Como si pudieras ser lesbiana con un simple corte de pelo, por favor, ¡la ignorancia que hay! «Mi hija no puede ser lesbiana, la lesbiana es la tía».
           —¿Así pensaba tu hermano?
        —Exactamente lo mismo que decía mi ex marido de mí. Cuando yo me enamoré de una mujer mi ex marido no podía entenderlo... Lo achacaba a las feministas, ¡ya ves tú! ¡Las feministas! Las feministas de aquella época no tenían nada que ver en mi vida. Y la mujer de la que yo me enamoré tampoco era feminista.
           —¿El feminismo vino después?
           —Fue la consecuencia de estar enamorada —responde Conchi apurando su cigarrillo y apagándolo en el cenicero, entonces todavía fumaba un pitillo de vez en cuando—. Es que voy a hablar de una mujer —explica— y me lo estoy pensando. Tendría que cambiar su nombre.
           —Y cómo la vas a llamar, ¿Pilar?
         —Pues Pilar. Pilar y yo nos conocimos en un grupo de amas de casa. En esos años yo practicaba judo. Siempre me ha gustado hacer deporte. Recuerdo que participé en una competición, quedé la segunda de Aragón y hasta me dieron una medalla. ¡Una medalla! Me bajé del podio, cogí la medalla y la llevé al grupo de amas de casa, porque ese mismo día teníamos reunión.
           —Debió de ser la bomba.
          —Se alegraron muchísimo. Yo era una mujer casada, con hijos y con una medalla. Además en un deporte como el judo, ¡no te digo! ¡Hasta me montaron una fiesta! Después, con la medallita al cuello, llegué a casa totalmente eufórica y le solté al que entonces era mi marido: «cierra los ojos». No sé lo que debió pensar el hombre, ¿que traía un jamón? Me quité el anorak a toda prisa y le dije: «ya puedes abrirlos».

           En la cara de Conchi se dibujó una mueca de asombro, mezcla de tristeza y de escepticismo, ante una sorpresa que estaba a punto de hacerse añicos.

           —«Esa medalla te la has comprado», me dijo.
           —Chica, qué pena.
           —Se me cayó el mundo a los pies, imagínate que yo venía de una fiesta...
           —La sensibilidad de tu ex marido brillaba entonces por su ausencia.
         —Lo peor es que realmente pensaba que la medalla me la había comprado yo en una tienda... A ninguna de las amas de casa se les ocurrió semejante idea, les bastó con verme feliz y en seguida se dieron cuenta de lo importante que era para mí haberla conseguido. Incluso la presidenta de la asociación nos hizo comprender el significado de aquella celebración. Ya ves, al final vuelves a casa completamente ilusionada y te arrojan encima un cubo de agua fría.
           —¿Y Pilar?
       —Pilar apareció un día por allí con sus hijos, quería saber cómo era el grupo de amas de casa y le gustaba el judo. «¿Eres tú la que hace judo?», me preguntó, «a mí me encantaría hacer judo también».

            Pensé en Pilar y en Conchi, en sus hijos, y en las amas de casa del mundo, todas haciendo judo y sudando la gota gorda.  Semejante actividad deportiva me abrió de nuevo el apetito y ya estaba capturando otra galleta cuando, sin avisar, sonó el teléfono.

           —Hola buenas —saluda Conchi. Conchi habla por teléfono como si el auricular fuera otra habitación de su casa. Mientras habla observa las antenas de televisión y sus ojos curiosean los tejados del patio distraídamente. Su relación con Pilar, en la conversación que estábamos manteniendo, debió de ser un hecho importante en su vida.
           —La cena que os comenté — continúa Conchi al aparato—, todavía me quedan un par de entradas...

            La gata atigrada decidió entonces cambiar de sofá y venirse al mío, supongo que estoy acabando con las galletas demasiado deprisa y la gata, que no es tonta, se ha dado cuenta.

           —¿Cómo se llama? — pregunto a Conchi cuando termina de atender la llamada.
           —¿La gata? Ésta se llama Luna y la que está fuera es Blanca, igual que su color.

            Luna se muestra mimosa. Será un actitud infrecuente por eso Conchi la pilla en brazos y le regala un arrumaco. Juntas acuden después hasta la puerta y liberan a Blanca del olvido. Es curioso, pero de regreso al sofá las tres se me quedan mirando.

           —¿Y bien?
           —¿Dónde estábamos?
           —Haciendo judo. De crío también yo hice judo, pero me daba mucho hambre.
           —El deporte es sano y despierta el apetito, pero hay que practicarlo en condiciones. Así que al día siguiente de conocer a Pilar, la acompañé a una tienda para que se comprara el traje de judoka.
           —Os juntásteis dos deportistas.
          —Y con ganas. Al cabo de un tiempo le propuse ir a correr también por las mañanas. Correr sola me parecía un poco aburrido y entonces no encontraba a nadie que quisiera hacer atletismo conmigo. A ella, mira tú qué coincidencia, le ocurría lo mismo y le pareció una idea estupenda.
           —¿Estábais ligando?
          —Ni por asomo. Lo que pasaba es que me había encontrado con una mujer distinta, a la que le gustaba el deporte y no estaba contínuamente hablando de sus hijos. Este tipo de mujer, entonces, era raro de encontrar. Hazte a la idea de que nos poniamos a correr a las siete de la mañana. Salíamos a las afueras, por los campos, y la gente se burlaba de nosotras.
           —Durante aquellos años, hacer deporte aqui era un asunto de locos.
           —La sociedad española tardó mucho en aceptar otro deporte que no fuera el fútbol. Un ciclista o un tenista de fama era algo excepcional. Con el tiempo aparecieron alpinistas, corredores de maratón e incluso nadadores. Si ganaban alguna competiión fuera de España regresaban como héroes y de alguna manera habían hecho una gran proeza porque aqui no había condiciones ni afición. Y eso que hacer «footing» estaba al alcnace de cualquiera... Ahora es muy normal ver a la gente en chandal, nadie se ríe de que estés haciendo deporte. Al revés, una persona que hace deporte es una persona sana.
           —Y después de correr, ¿qué hacíais?
           —Regresábamos a casa. Ella a la suya y yo a la mía. Preparábamos el desayuno, levantábamos a los críos, los llevábamos al colegio y nos íbamos las dos a desayunar por ahí. Yo me encontraba a gusto con Pilar. Imagino que a ella le ocurriría lo mismo conmigo, porque hablábamos sin parar. Más o menos lo que te pasó a ti con Helena, ¿no?

            Le dije que sí y Conchi me sirvió un vasito de leche.

           —La diferencia es que nosotras no sabíamos lo que nos estaba pasando. Sólo nos gustaba estar juntas y estábamos juntas todo el rato que podíamos. A la hora de comer recogíamos a los críos del colegio y cada una se largaba a su casa a preparar la comida del marido. A las tres, sin embargo, ya estábamos de nuevo juntas.
           —Los críos, ¿también estudiaban en la misma escuela?
         —Sí, los dejábamos allí y ya teníamos palique para toda la tarde. Ella me contaba los quebraderos de cabeza que le daba su marido y yo los míos, por lo visto su marido la había engañado varias veces y era muy bruto. Yo, comparando los matrimonios, casi vivía mejor que ella y eso que ellos tenían un negocio. Y casa en Vigo. Estaban vendiéndolo todo para irse a vivir a Galicia.
           —¿Hace cuánto que os conocíais?
       —Tres meses, desde abril —confirma sin titubeos—. Era una amistad estrecha, muy fuerte. La mantuvimos incluso durante los fines de semana. Un sábado hice una cena en casa y juntamos a los maridos y a los hijos. Como nos pareció que se llevaban bien, Pilar organizó otra cena para el sábado siguiente. De esta manera podíamos vernos los fines de semana y estuvimos así hasta julio. Me acuerdo porque nosotras queríamos ir a los sanfermines. En la furgoneta de su marido cabíamos cuatro sin problemas, pero ya sabes cómo es la mentalidad de estos hombres: ellos delante y nosotras detrás.




De Tánger a Dortmund

La casa a cuestas




           La gente dice que tengo acento vasco. Y andaluz. También se creen que soy maña. La verdad es que no me siento de ninguna parte. O de todos los sitios, depende del lugar y de cómo sean sus gentes. Lo cierto es que nací en Tánger, ya ves, el 8 de diciembre de 1950 y en el 2000 hizo medio siglo que estoy aquí. Cincuenta años ni más ni menos, una cifra redonda. Tan redonda que me permite echar la vista atrás y entender que todavía me queda mucha vida por delante.

          Nací en Tánger, cuando Marruecos era una colonia gobernada por dos señores: Franco y De Gaulle. Se repartieron el país tranquilamente, y era normal que los españoles y los franceses de aquella época hicieran las maletas y se fueran a África con el objetivo de ganar dinero. Hacer fortuna.

           Mi abuelo paterno, que era un negociante, llegó a Marruecos y se montó una empresa de limaduras de hierro. Tenía trabajando a los moros a cambio de la comida, que ya se puede hacer negocio así, a costa de la gente. Explotar a las personas es muy rentable, y de hecho se sigue haciendo, pero no sólo en la China o en la India sino también aquí. Por eso mi abuelo paterno, que era muy despierto, cogió a la mujer y a los hijos y montó el tenderete donde había posibilidades.

       Mi abuela materna, sin embargo, cruzó el Estrecho con su familia en busca de trabajo. Los currantes de los años cincuenta creían que era esencial conocer un oficio, incluso varios, de modo que no les fue difícil encontrar empleo en Marruecos y con un sueldo en el bolsillo se sintieron los reyes del mambo.

         Mi abuelo paterno era valenciano y mi abuela materna andaluza. Quiso la casualidad que mis padres se conocieran en África, y hablo de la casualidad porque no pudo haber otra razón. Mi padre era un culo de mal asiento. Todavía recuerdo la sensación, y fíjate que era muy pequeña, de ir de un lado a otro continuamente. Siempre con la casa a cuestas. Así que nací en Tánger pero pudo ser en Tetuán, de hecho nos fuimos a vivir a Tetuán poco después de mi nacimiento.

          Mi madre y mis hermanos ya llevaban mucho tiempo viviendo en Marruecos de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, y así desde antes de la Guerra del 36. Hay que tener en cuenta cómo era mi padre. A mi padre le iba esta marcha. Durante la Guerra le llamaron a filas, se largó a la península y dejó a mi madre sola en Marruecos. Bueno, no sola precisamente, que ya tenía entonces un par de churumbeles. Dos críos, por lo visto, no eran suficientes y cada vez que le daban permiso volvía a Marruecos y le dejaba a mi madre un recuerdo de su visita. Mi padre aprovechaba los permisos para conocer al nuevo hijo y encargar el siguiente. Y aquello no acababa nunca. En fin, una pena. De modo que mis hermanos, cuando nací yo, ya llevaban mucho terreno andado y el hecho de irse a Tetuán les parecía un viaje de lo más normal del mundo.

         No recuerdo la cantidad de colegios por los que pasé, tampoco los nombres de algunos pueblos, pero no creo que importe demasiado. El caso es que tendría yo unos siete u ocho años cuando las cosas debieron de ponerse un poco feas en la colonia. A los españoles no nos querían allí, se notaba en el trato. Había mucha miseria y los roces eran cada vez más frecuentes. Entonces, Franco pagó el billete a la península a todos aquellos que quisieran volver. Es decir, que pagó el viaje y luego, una vez aquí, compóntelas como puedas. ¡Y menudo viaje se pagó!

        El barco que cruzaba el Estrecho sólo podía acoger a mil personas. Qué sé yo, allí metieron a tres mil. Parecíamos refugiados de Bosnia o de Kosovo, sardinas en lata, y al llegar a puerto nos repartieron por toda España. A la familia Arnal le tocó Madrid. Provincia de Madrid. Madrid, entonces, era una provincia y teníamos familia en un pueblo de cuyo nombre no quiero acordarme. En razón a los familiares que tuvieras te destinaban por zonas, así que nos fuimos allí y nunca olvidaré la acogida que nos dieron. Entramos la familia al completo, con su reata de críos, y el pueblo entero salió a la calle a recibirnos. «¡Forasteros!», gritaba la gente. Era un pueblo de quinientos habitantes y nos llamaban forasteros. Cuando te llaman así te sientes igual que en una película del Oeste. Y no es agradable, al revés, te juro que da miedo.

         Los españoles que volvían de Marruecos tenían una imagen de España muy idealizada. Creían que estaba mucho más avanzada de lo que encontraron en realidad. Pronto nos dicmos cuenta de que en Marruecos vivíamos mejor. Disfrutábamos de los mejores colegios, los colegios que se habían arrebatado a los árabes, claro, porque no había otros y en ellos dábamos hasta piano. Recibir clases de piano, en aquella época, no era un asunto de pobres. Así que vivimos con una idea equivocada de lo que era este país. Al ser colonos, nos impartieron una educación más rica y culta de la que hubiéramos recibido en España. Nos dimos cuenta de la mentira nada más ver la vía principal de aquel pueblo de Madrid, que era una calle de piedra, con las vacas y hasta los caballos campando a sus anchas.

           Empezaba la mala vida.

          Mi padre comenzó a ganarse un jornal como soldador. Cobraba poco, noventa y nueve pesetas al mes, y éramos un montón  de bocas que alimentar.  La primera Navidad en Espña,  que tampoco se me olvidará nunca, todavía era 22 de diciembre y a mi padre no le habían pagado todavía. Se jugaba con el hambre de la gente y recibió sus noventa y nueve pesetas en el último minuto, cuando estábamos al borde de perder la paciencia. Los españoles de aquellos años siempre estaban al borde de perder algo. Aunque no quisieran se les trataba como a forasteros. Eran forasteros en su propia tierra, como yo, pero a mí me llamaban así porque venía de otra parte. Y me lo decían con desprecio.

        Acostumbrada a los viajes, los tres años que pasé en aquel pueblo me parecieron una eternidad. A mi padre seguía sin verle nunca porque trabajaba mucho, hasta que decidió cambiar de pueblo y marcharse a Leganés. Allá que nos fuimos todos. Ahora Leganés está pegado a Madrid, pero entonces quedaba a las afueras, aunque de todas formas era más grande que el pueblo que dejábamos atrás. Casi tenía dos mil habitantes y esta vez no hubo recibimiento. La familia se ahorró el castigo pero la adaptación tampoco fue tan dulce.

         Una de las novedades fue la obligación de cantar. De cantar el «Cara al Sol». Ni siquiera en Marruecos me había ocurrido algo semejante, pero en Leganés había que cantarlo cuatro veces al día. Yo no era ninguna lumbrera en el colegio. Ni lista ni tonta, pero muy rebelde y por eso me castigaban casi siempre, ya ves. Me empeñé en ir diciendo por ahí que Jesucristo era comunista. A penas tenía diez años y no sé cómo se me ocurrió semejante idea, supongo que hablaría con alguna amiga y llegamos a esa conclusión. En Marruecos podía hablar con mis amigas de lo que nos diera la gana. Por ejemplo, cuando tenía seis años reuní a toda la clase y les expliqué que los papás nos estaban engañando, que a los niños no los traía ninguna cigüeña, que yo había visto a la vecina con una tripa muy gorda y que, cuando tuvo el crío, justo al día siguiente, le desapareció. Cosas así las piensa cualquier cabeza, tampoco hay que ser un lince, lo que no se me ocurrió pensar fue en las consecuencias porque vinieron todos los padres de los niños a mi casa, expusieron el asunto y me llevé un palizón de no te menees. En Leganés me ocurría lo mismo que en Marruecos, pero el grado de represión era muy distinto.

        A mi profesora no podía aguantarla porque era una tirana de campeonato. Tenía el carácter tan avinagrado que por las noches tenía yo pesadillas con ella. La verdad es que era una mujer amargada. Las gentes conservadoras se niegan a disfrutar de la vida, siempre encuentran excusas para no ser felices y esa señora estaba cortada por un patrón realmente insoportable. Un día soltó en clase: «¡Tierra, trágame!». Y yo, que lo ví clarísimo, no pude conterme: «la Tierra no se traga ningún veneno», le dije. Todavía estoy contando el número de golpes que me sacudió en la cabeza. Parecía una campana. Yo era incapaz de comprender su reacción. Una niña de diez años, cuando suelta una gracia, no espera recibir a cambio una paliza de modo que le pregunté a qué venía tanta hostia. Y claro, fue entonces cuando me llegó el auténtico castigo.

        No conocía el Catecismo. No sabía lo que era la Hostia Consagrada. Me preguntaron entonces quién era Jesucristo y yo respondí que era un comunista. Había leído cosas que mi padre tenía escondidas, papeles del abuelo, y con esa información me habría hecho mis cábalas. Si el comunismo era tan bueno y Jesucristo también lo lógico era juntarlos. Lo más lógico, en cambio, para la dirección del colegio fue que mis padres recibieran una carta. Mis padres eran «apolíticos», menos mal. En aquella época todo el mundo era apolítico de todas maneras, pero cualquier sospecha podía complicarte la vida. Las ocurrencias de tu hija, por ejemplo, mis ocurrencias de entonces, tenían el aspecto de una grave complicación. Pero la gente de Leganés no había notado ningún comportamiento irregular en nuestra familia. No éramos nada complicados, al revés, parecíamos tan normales como el resto, y esa mentalidad redujo el problema a lo que realmente era: la ocurrencia de una niña. Supongo que a otras personas en aquel momento les pasó algo parecido y corrieron peor suerte. España no era el paraíso que habíamos estudiado en los libros.